viernes, julio 28, 2006
1967
miércoles, julio 26, 2006
Escuela primaria El Pensador Mexicano, Tijuana, 1948
Born in Tj
Federico Campbell was born in Tijuana, México, in 1941.
He is the author of three novels, Pretexta o el cronista enmascarado, Todo lo de las focas, Transpeninsular y La clave Morse, and a collection of short stories, Tijuanenses.
He also has written three essays: La invención del poder, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste, and a critical anthology of Juan Rulfo, La ficción de la memoria.
Tijuana, stories on the border, was translated and introduced by Debra A. Castillo, Professor of Romance Studies and Comparative Literarture at Cornell University, in Ithaca, New York, and published by the University of California Press, Berkeley, in 1995.
Tijuana is a haunting collection of stories and a novella, all set in the shadowy borderlands between Mexico and the United States. A fresh and evocative voice, Federico Campbell traces the shaping and reshaping of identity, landscape, culture, and nationality, yielding visions both seductive and wrought with seen and unseen tensions. The novella, "Everything About Seals", is part love story and part disturbing tale of romantic obsession; a nameless narrator pursues Beverly, a mysterious American woman, through the streets of Tijuana for many years. The narrator's on-again, off-again relationship with Beverly articulates the fragmented fluid character of the border, reaching into the crossed yet uncrossable gaps of city and self.
Together these stories trace many kinds of borders —geographical, psychological, cultural, spiritual— and the "halfway beings" that inhabit them. The narrative voice is similarly many-sided, moving from the brash teenage gang member whose gang's symbol is a flying horse, to the confused law student unsure whether he owes cultural allegiance to Mexico City or Los Angeles.
Campbell, a Mexico City-based writer, has captured here the ambivalent, fascinating ties between Mexico and the U.S. ties ranging from Hollywood movies to Mexican folklore. The first English-language translation of his work, Tijuana will be welcomed by general readers as well as literary critics, anthropologists, historians and those interested in te culture of the border.
He is the author of three novels, Pretexta o el cronista enmascarado, Todo lo de las focas, Transpeninsular y La clave Morse, and a collection of short stories, Tijuanenses.
He also has written three essays: La invención del poder, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste, and a critical anthology of Juan Rulfo, La ficción de la memoria.
Tijuana, stories on the border, was translated and introduced by Debra A. Castillo, Professor of Romance Studies and Comparative Literarture at Cornell University, in Ithaca, New York, and published by the University of California Press, Berkeley, in 1995.
Tijuana is a haunting collection of stories and a novella, all set in the shadowy borderlands between Mexico and the United States. A fresh and evocative voice, Federico Campbell traces the shaping and reshaping of identity, landscape, culture, and nationality, yielding visions both seductive and wrought with seen and unseen tensions. The novella, "Everything About Seals", is part love story and part disturbing tale of romantic obsession; a nameless narrator pursues Beverly, a mysterious American woman, through the streets of Tijuana for many years. The narrator's on-again, off-again relationship with Beverly articulates the fragmented fluid character of the border, reaching into the crossed yet uncrossable gaps of city and self.
Together these stories trace many kinds of borders —geographical, psychological, cultural, spiritual— and the "halfway beings" that inhabit them. The narrative voice is similarly many-sided, moving from the brash teenage gang member whose gang's symbol is a flying horse, to the confused law student unsure whether he owes cultural allegiance to Mexico City or Los Angeles.
Campbell, a Mexico City-based writer, has captured here the ambivalent, fascinating ties between Mexico and the U.S. ties ranging from Hollywood movies to Mexican folklore. The first English-language translation of his work, Tijuana will be welcomed by general readers as well as literary critics, anthropologists, historians and those interested in te culture of the border.
En busca del escritor perdido
por Pilar Jiménez
Los padres no son como fueron
sino como los recordamos.
—Virginia Woolf
Federico Campbell (autor asimismo de La invención del poder, Post scriptum triste, La memoria de Sciascia y de La clave Morse, que acaba de aparecer en la editorial Alfaguara) habla frente a su computadora (una iMac grafito), en su pequeño estudio (un tanto desordenado) que bien podría ser una buhardilla parisina sobre el café de La Selva, en un tercer piso de su casa en la colonia Condesa:
—¿Qué obra narrativa le ha atraído más en estos días?
—Una novela sobre la forma en que un hijo descifra la relación con sus padres desde que era niño: París, de Marcos Girart Torrente, que ganó el premio Anagrama de Barcelona. Casi no tiene diálogos y reconstruye a través de la memoria al personaje de su padre, un hombre ausente y estafador. Me interesé en esta temática porque tiene que ver con una pequeña novela que acabo de terminar: La clave Morse (Alfaguara, México, 2001), la historia de un telegrafista, es decir, de mi padre. Se trata de una reinvención de los padres según (aunque no se les honre según el mandamiento de la ley de Dios) los perciben sus hijos. Más que sobre el desvanecimiento del telégrafo, desplazado por las nuevas teconologías, su tema es el de la reminiscencia: una hazaña de la memoria por parte de una de las hermanas protagonistas, que tiene recuerdos casi prenatales, mientras otros personajes, como un jefe mayo del sur de Sonora, reciben señales del más allá o tienen (como la otra hermana) alucinaciones auditivas parecidas a las del código Morse. Este asunto, el del padre infeliz, ha sido muy tratado en la literatura: por Ricardo Garibay, Philip Roth. John Irwin, Bruno Schulz, Sam Shepard, Paul Auster, Raymond Carver, James Ellroy, Albert Cohen, Ingmar Bergman, y Peter Handke desde su primer libro.
La invención de los padres
—¿Es un tema muy recorrido por autores clásicos?
—Supongo que sí. En alguna novela de Turgueniev o en Pedro Páramo, por ejemplo.
—¿Hay una mirada distinta en su caso y en los autores que cita, contemporáneos suyos?
—Sí. Necesariamente. Por el tono personal y la manera en que la memoria inventa y se entreteje en cada autor. En mi caso, en La clave Morse (una novela corta: no pasa de 64 páginas, a long short story, como decía Henry James) tal vez algo distintivo sea el tono descarnado del lenguaje, un tanto brutal y frío. El yo-narrador-me-confieso-a-Dios habla de sus padres en términos un poco crudos, sin sentimentalismos, y sin mucha intención de hacer literatura, como es el caso de El primer hombre, de Albert Camus (toda proporción guardada). Camus decía que su texto no debía parecer elaboración literaria. Digamos que su pretensión era presentarlo en greña: no hacer literatura. La memoria no reproduce: deforma e inventa. Desde el punto de vista neurofisiológico, la memoria viene siendo algo así como la secreción de la bilis, la digestión o la fotosíntesis. Sólo se puede entender en términos biológicos. Basta contar un hecho para transformarlo. Para algunos lectores este punto de vista puede ser perturbador, pues no se ve bien hablar de los padres de esa manera (así sea una novela telegráfica por su cadencia), como lo hago yo en La clave Morse. No es que no haya amor ni reconciliación; al contrario, el contexto es el proceso de aceptación y ternura que se va acumulando a lo largo de la vida, al hacer el recuento y al vislumbrar qué parte de cada uno de nuestros padres nos constituye. De hecho, la madre es la creadora de nuestro inconsciente y la que nos enseña las primeras palabras. Ambos padres son los creadores de nuestro inconsciente, la otra voz. No otra cosa quiere decir Lacan cuando afirma que el inconsciente es el discurso del otro. Sí, pero ese otro son los padres jóvenes. Los padres que uno vio y sintió cuando era niño. Porque en el fondo se está hablando del padre y de la madre del lector. Es como en la Carta al padre, de Kafka. En realidad Kafka no se llevaba tan mal con su padre. Lo que hace es más bien un juego literario, una insinuación de la literatura. El peligro en este tipo de textos es el de una caída: en el sentimentalismo, la cursilería o en algo peor, el patetistmo. Hacer de la figura del padre alcohólico un personaje demasiado patético puede volverlo todo muy ridículo y aproximarlo a la autocompasión del autor, que es uno de los sentimientos menos dignos y más obscenos que puede haber.
—¿Qué otros libros está usted leyendo?
—Estoy revisado los primeros libros de Jorge Volpi y de Ignacio Padilla, pues por sus novelas premiadas en Europa me ha intrigado cómo dieron los primeros pasos. El libro de Volpi sobre Jorge Cuesta, A pesar del oscuro silencio, es estremecedor. Y aún no he terminado La catedral de los ahogados, de Ignacio Padilla, que me está gustando mucho. Los dos son escritores muy originales y competentes. Qué bueno que esta energía creativa la estén aprovechando desde tan temprana edad y en contra del prejuicio de que la novela es un arte de viejos: un tipo de obra que no se puede escribir antes de los cuarenta años. Sus éxitos son algo bueno para todos los escritores mexicanos. A todos nos conviene. No necesitamos la legitimación literaria del cártel de Barcelona ni la bendición que para algunos otorga Europa (la aceptación de París, el reconocimiento en Milán, Frankfurt o en Madrid, el visto bueno de las agentes literarias y las grandes figuras europeas de la literatura), pero de todos modos está muy bien eso de los premios. Daño no hacen: promueven la lectura e individualizan a ciertos autores en un mar de millones de libros y en un océano de escritores que se creen únicos.
—Otra lectura...
—Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, el autor que vive en El Paso y ha hecho la trilogía que empieza con Unos caballos muy lindos. Me interesa muchísimo porque sus paisajes son como los del norte de Sonora, la región del Altar, El Sáric, El Sásabe, Santa Gertrudis, Tubutama, o las pinturas de Georgia O’Keeffe que evocan las planicies de Nuevo Mexico. Es una novela de frontera.
—Otras literaturas...
—Me interesa mucho el boom hindú, como Un buen partido, de Virkam Satha, y Sutra del río, de Gita Mehta. En sus novelas siempre hay ríos que van a dar a la mar. Los hindúes de ahora son como los latinoamericanos de los años 60, pero estos hindúes ejercen en inglés no sólo desde la India, sino desde otros países, como Inglaterra y Canadá, o desde Trinidad Tobago y la isla de Jamaica. Desde países periféricos, exmiembros de los imperios. La nueva literatura en inglés se está dando desde la periferia, por autores ingleses nacidos de padres japoneses, hindúes, o pakistanís. También la novela francesa: muchos de sus autores vienen de las excolonias.
La muerte como experiencia
—¿Por qué se interesó tanto en Leonardo Sciascia?
—Hace ya muchos años que no escribo sobre Sciascia, desde 1989. Ya estoy en otra película. Siempre lo releo pero por un cierto pudor no lo cito, porque he tenido que tachar de mi vocabulario escrito dos palabras: Sciascia y poder. Se me ha relacionado demasiado con ellas y me da pena. Hace poco di en Oaxaca una conferencia sobre Sciascia. No me preparé. Me encomendé a mi memoria y me puse a hablar pensando, junto con el público. Quise ver cuál había sido el saldo, qué me había dejado Sciascia después de doce años. Y lo que salió fue: una obsesión por el problema de la verdad y la imposibilidad de conocerla, una sensación de que el último refugio de la verdad está en la literatura, un deseo por ir más allá de la verdad jurídica, que casi siempre es una verdad “técnica”, arreglada, sucia. (Como se ha visto en las invenciones criminológicas del caso Colosio y en la impunidad que se le concede a la delincuencia financiera.) Los libros de Sciascia que más me siguen gustando son El contexto y La desaparición de Majorana. Su proyecto era hacer de la muerte una experiencia narrativa, como Tolstoi. La muerte como experiencia: un’esperienza narrabile. Pero, claro, no había leído Pedro Páramo.
—¿Qué autores le interesaron cuando era muy joven?
—Uno tiene, a lo largo de su vida, varios enamoramientos literarios. Mi primera fijación amorosa fue Jean-Paul Sartre, que ahora cumple veinte años de muerto. Fue el autor que más me importó cuando yo andaba en los diecinueve años. Me leí La edad de la razón completa en un viaje de México a Tijuana en un autobús Tres Estrellas de Oro. De una sentada de 48 horas. Ese viaje lo he hecho más de 50 veces, por carretera. El primer ensayo que escribí en mi vida fue sobre Gabriel Marcel y J. P. Sartre. Lo publiqué en una revista de Hermosillo, Impulso, que hacía Pepe Carreño en 1959, a los diecinueve años. Luego sucedió que una vez mi mamá se encontró esa revista en un autobús Norte de Sonora y se enteró de que a mí me daba por escribir. (No sé si por eso, antes de morir en 1968, me regaló una olivetti portátil, que todavía tengo en un ropero.) Más tarde me interesé mucho por F. Scott Fitzgerald y Cesare Pavese. No hablaba de otra cosa, como loco, al grado de que mis amigos me llamaban la atención. Y luego, claro, ya cuarentón, dí el sciasciazo: me fui hasta Sicilia para conocer al profesor de Racalmuto. Y todo lo que me ha sucedido después, a partir de Sciascia, han sido cosas buenas y felices. Me dejó encargado con sus amigos sicilianos de Milán (Ferdinando Scianna, Matteo Collura, Franco Sciardelli).
—¿Qué autores que hablan sobre el poder vale la pena recordar?
—El mío, La invención del poder, es un recuento de esos libros, y por supuesto, ni de lejos, tiene la densidad y la sabiduría de Masa y poder, de Elías Canetti, o el ensayo de Eduardo Nicol sobre la voluntad de poder y los textos de Eugenio Trías sobre el poder pasión. Ése sí es un pensamiento agudo y penetrante sobre el poder. Los análisis más sistematizados y filosóficos y más referidos a lo político son, obviamente, los de Norberto Bobbio. La percepción de Sciascia es que el poder resulta a la postre más imaginativo, inventivo, fantasioso, que la literatura misma. Pero su invención es perversa.
La ficción de la memoria
—¿Por qué nació la idea de escribir La clave Morse?
—Porque con los años empecé a darme cuenta de cada hijo se inventa a sus padres, según su memoria, sus necesidades imaginativas, y sus fantasía —dice Federico Campbell—. La memoria es ficción. Para tratar de entender cuál fue mi relación con los míos. Y por el sentimentalismo de la máquina de escribir (mi madre me regaló una olivetti antes de fallecer) que ya se ha vuelto, junto con el telégrafo, un instrumento desechado. Y también para entrever cuál es la diferencia entre un lenguaje literario demasiado consciente frente a un lenguaje natural, sencillo (desde la más pura oralidad), sin conciencia literaria, de las otras personas, como el de las hermanas y el jefe mayo que también cuenta su llegada al valle del Mayo.
—Me imagino que también hubo lecturas psicoanalíticas o filosóficas en los años previos a La clave Morse. Si fue así, ¿qué autores, qué libros?
—Psicoanalíticas, no. Para nada. Sí leí lo más a la mano de Freud en una edad en la que, al menos en mi época, uno sentía cierta curiosidad por el psicoanálisis o una necesidad personal, por problemas de ansiedad, miedo, tristeza. Aunque a mí la sesión psicoanálitica se me convertía en una especie de análisis de personajes, de crítica literaria, como si la vida fuera un teatro monumental en el que todos estábamos enharinados, es decir, con la cara llena de harina, según decía Shakespeare para aludir al maquillaje o la máscara. Más tarde he llegado a comprender que muchas de las ideas de Freud ya estaban en el budismo: la prudencia de evitar el sufrimiento innecesario, puesto que los males reales, las enfermedades y la muerte, ineluctablemente vendrán tarde o temprano. Están en el programa. También la percepción de que casi todo es creación de la mente y que proyectamos en los demás nuestros rencores y nuestros deseos. En Freud y en el budismo se aspira a tener cierta objetividad con las cosas que suceden afuera de uno. Y lo ideal sería no engañarnos con nuestra subjetividad. La realidad es como es. Por otra parte, leí La invención de la memoria, de Israel Rosenfield, un neurofisiólogo que tiene la elegancia de dar crédito a las percepciones literarias de los escritores, Proust, Beckett y Hobbes. Lo que en este momento más me interesa es el funcionamiento de la memoria en el proceso de la creación literaria.
—¿Qué importancia tuvieron Juan Rulfo y Leonardo
Sciascia al escribir La clave Morse?
—En cierto modo han sido mis padres literarios. Uno
se inventa al padre cuando fue escaso o ya no lo
tiene. Yo fui en busca de un padre tierno y ético en
Sicilia. Luego Rulfo se me perdió en el silencio de Insurgentes Sur como Fernando Jordán en la Baja California. Tanto Sciascia como Rulfo tienen un estilo telegráfico. Habitan un campo lacónico de la literatura. Decir lo más con el mínimo de palabras.
—¿Por qué La clave Morse resultó una novela tan corta; el tema exigía la brevedad y el género?
—Porque es un telegrama que mando al más allá. No daba para más. El tamaño Borges (125 páginas) me pareció el adecuado. Y, además, porque es posible que yo no tenga una gran inventiva literaria. Soy corto de imaginación. Creo, por otra parte, en la brevedad de Raymond Carver.
—¿Qué importancia tiene la figura femenina en esta
novela del padre, que, imagino, de alguna manera está
en la madre y las hermanas?
—En los hechos, en la realidad “objetiva”, mi madre fue la que me ayudó a escapar de casa, que era un infierno. Me llevó a Mexicali para que tomara el tren a Benjamín Hill y a Hermosillo. Ya no volví a casa. Me abrió la jaula y me puse a volar, como montado en un pajarraco (o en un pegaso). Ella me pagó los estudios en Hermosillo y en la UNAM. Mi papá, no. Pero era muy tierno en sus cartas. Y era un hombre muy ético. Así que mi madre es Navojoa y mi padre, Magdalena. Soy bajacalifornianosonorense. ¿Por qué no podría ser biestatal? Me concibieron en Navojoa y me parieron en Tijuana. Las voces femeninas fueron las que me rodearon en la primera fase: me dieron un sentido de la vida, una composición de lugar. Y todavía las oigo. El libro es una reconciliación post mortem: con mi madre y con mi jefe. Si todavía vivieran seríamos grandes amigos. No los extraño, pero de algún modo me constituyen. Soy ellos.
—¿En esa búsqueda que pienso fue La clave Morse qué
encontró de usted mismo, qué revelaciones tuvo?
—Me di cuenta que en el fondo sólo soy y siempre he
sido un telegrafista y nada más. Mi incursión en el periodismo:
en la sala de redacción de la revista en que trabajaba veía las mismas máquinas de escribir
que en lo telégrafos. Los ceniceros repletos. Los
compañeros alcohólicos. Los escritorios de metal. El
jefe, los compañeros telegrafistasperiodistas.
Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de
la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué
servía el periodismo. Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la esfera fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría. También fantaseaba que la redacción del Proceso de Scherer era una base de cazas militares en el golfo de California y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos (que sonaban como saxofones, según decía Faulkner): spitfires, messerchmidts, zeros, vultees, mustangs, tigersharks, en una isla como la de Trampa 22 (de John Hersey) en el Mediterráneo. El comandante en jefe Scherer andaba solo en un B29 y se comunicaba a la base con nosotros a través de la clave Morse. Había reporteros muy valientes (como Paco Ortiz Pinchetti, Galarza, Reveles, Marín, Elías Chávez) que arriesgaban su vida. Me encantó combatir con ellos. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida, que es una gran lucha. Y conocimos el país desde el cielo y en las batallas terrestres.
—¿Qué relación hay entre las palabras padre y muerte?
—Ninguna —concluye Campbell—, hasta donde alcanzo a discernir. La que pone las palabras es la madre, porque las mujeres tienen la misión de enseñar a hablar a los hijos. Hay una femineidad en las palabras, como las que se aprenden de la amante (en otras lenguas, por ejemplo). La mejor elaboración sobre el padre y la muerte está en Juan Rulfo, en Pedro Páramo. Los muertos están entre nosotros y la locura se apodera de quienes no lo entienden. La muerte del padre es una cosa. Otra el tema del padre alcohólico (como en Raymond Carver y Sam Shepard). Y otra más, la muerte del padre asesinado. Entre los hijos de padre asesinado se da una extraña identificación. Rulfo nunca se resignó a la muerte de su padre. Lo único que quería en esta vida era escribir un libro sobre la muerte de su padre. Cuando lo publicó, ya no tuvo necesidad de escribir nada más.
En busca del escritor perdido
En Transpeninsular la imagen de la península de Italia es muy tenue y sólo se yuxtapone a la de Baja California en los territorios de la memoria. Sólo en el recuerdo del personaje narrador, un periodista retirado y melancólico, se funden la experiencia de un pasado feliz (un trauma a contrario sensu) y un presente de regreso a casa, en la madurez, teñido por la soledad y la nada.
La novela de Federico Campbell (Tijuana, 1941) ganó a finales del año 2000 el premio Colima de novela (los jurados fueron Daniel Sada, Guillermo Samperio e Ignacio Padilla) y tiene como punto de referencia a un personaje real que también se debatía entre la literatura y el periodismo: Fernando Jordán, autor de numerosos libros de viaje sobre Chihuahua y la Baja California.
—Transpeninsular parece disimular una obsesión personal.
—Es una búsqueda del escritor perdido que traía uno adentro en los años de su juventud. Ese escritor se ha desvanecido o se malogró. El dilema, en el fondo, como tema recurrente en la novela, es el de la fantasía (la imaginación) contrapuesta a la información (la de los historiadores y los periodistas). Es una novela de trayecto: un recorrido bilateral por las penínsulas de Italia y de Baja California. De pronto el paisaje de Calabria o de la Sicilia se funde en las inmediaciones de Mulegé o de Comondú. Y luego ya no sabe uno dónde está. Las novelas con las que está emparentada por su semejanza temática son Nocturno hindú (un viaje a la India en busca de un amigo portugués) de Antonio Tabuchi, y El corazón de las tinieblas (Marlowe va en seguimiento de Kurtz a lo largo del río Congo) de Joseph Conrad. Yo, en Transpeninsular, voy en busca de un escritor, como me fui a Sicilia en busca de Leonardo Sciascia o de mi padre incompleto. Y en él encontré la ternura y la imagen que me hacían falta. Mi Fernando Jordán inventado es una fusión de Sciascia, escritor muerto, y de Juan Rulfo, escritor perdido en el silencio. De hecho la frase "He sido periodista. No volveré a serlo nunca", es de Kurtz, el personaje de Conrad en El corazón de las tinieblas, pero yo se la endilgo a Fernando Jordán. O más bien es una aliteración, porque lo que realmente balbucea Kurts antes de terminar de estar en este mundo es: “Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o ¿era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo.” He sentido que toda la literatura es un plagio, deliberado o inconsciente: un palimpsesto, una superposición de oralidades. El escritor que niegue que es un plagiario es un mentiroso.
—¿Sigue pensando que la literatura tiene algún sentido?
—La literatura es como las religiones: educa para la muerte. Enseña a comprender qué puede ser el corazón humano, como decía Faulkner. Enseña a conseguir una mayor calidad en tu experiencia terrenal. Enseña a vivir con un mayor grado de conciencia y a apreciar la vida con mayor emotividad. Es necesario saber narrarse a uno mismo o a la persona que uno se inventa de sí mismo, buscar y recrear tu experiencia interior, para llegar a ser uno mismo. Esa narración es tu identidad, tu yo, como dice Oliver Sacks. El ser humano tiene necesidad de contar una historia, como el marinero ruso que le escribe en una hoja a su esposa desde el submarino averiado. Yo sólo a esta edad, a los 59 años, he empezado a entender qué es la literatura. Me ha tomado más de treinta años no de trabajo, puesto que la literatura es más un placer que un trabajo, sino de reflexión llegar a vislumbrar apenas lo que es la literatura.
—¿Qué es entonces?
—Es una insinuación. Empiezo apenas ahora a entender que en la novela, por ejemplo, hay que dejar un lugar al misterio; que hay que ir dejando tirados por el camino pequeños vacíos que el lector va a rellenar con su imaginación. Le toma a uno muchos años aprender a decidir qué es lo que se pone en una novela y qué es lo que se deja afuera. No hay que escribirlo todo. Que el lector complete la obra y haga su novela. Otra cosa que empiezo a entender: que el novelista escoge los nombres de personajes y de lugares sobre todo por el sonido, como lo hace Rulfo en Pedro Páramo. La melodía de los nombres es muy intencional. Lo que importa es lo que evoca esa fonética. Por eso hablo de Tesia, un pueblo del sur de Sonora, al lado de Navojoa y la presa del Mocúzari, porque me gusta la palabra y porque me parece el nombre de una isla griega, como salida de un poema de Cavafis. Me gustó siempre cómo sonaba el nombre de Fernando Jordán, por eso lo dejé, y también porque en el nombre pervive el alma. No hubiera podido inventar uno mejor. El personaje de Jordán tiene (en ambos sentidos) un perfil muy griego. Es un vagabundo de las islas (El mar roxo de Cortés), se mete en la Baja California (El otro México) como en el corazón de las tinieblas y descubre (en Terra incognita) que las pinturas rupestres son las imágenes (los pensamientos de la noche) con que rasguñamos la caverna de nuestros sueños más ancestrales.
Los padres no son como fueron
sino como los recordamos.
—Virginia Woolf
Federico Campbell (autor asimismo de La invención del poder, Post scriptum triste, La memoria de Sciascia y de La clave Morse, que acaba de aparecer en la editorial Alfaguara) habla frente a su computadora (una iMac grafito), en su pequeño estudio (un tanto desordenado) que bien podría ser una buhardilla parisina sobre el café de La Selva, en un tercer piso de su casa en la colonia Condesa:
—¿Qué obra narrativa le ha atraído más en estos días?
—Una novela sobre la forma en que un hijo descifra la relación con sus padres desde que era niño: París, de Marcos Girart Torrente, que ganó el premio Anagrama de Barcelona. Casi no tiene diálogos y reconstruye a través de la memoria al personaje de su padre, un hombre ausente y estafador. Me interesé en esta temática porque tiene que ver con una pequeña novela que acabo de terminar: La clave Morse (Alfaguara, México, 2001), la historia de un telegrafista, es decir, de mi padre. Se trata de una reinvención de los padres según (aunque no se les honre según el mandamiento de la ley de Dios) los perciben sus hijos. Más que sobre el desvanecimiento del telégrafo, desplazado por las nuevas teconologías, su tema es el de la reminiscencia: una hazaña de la memoria por parte de una de las hermanas protagonistas, que tiene recuerdos casi prenatales, mientras otros personajes, como un jefe mayo del sur de Sonora, reciben señales del más allá o tienen (como la otra hermana) alucinaciones auditivas parecidas a las del código Morse. Este asunto, el del padre infeliz, ha sido muy tratado en la literatura: por Ricardo Garibay, Philip Roth. John Irwin, Bruno Schulz, Sam Shepard, Paul Auster, Raymond Carver, James Ellroy, Albert Cohen, Ingmar Bergman, y Peter Handke desde su primer libro.
La invención de los padres
—¿Es un tema muy recorrido por autores clásicos?
—Supongo que sí. En alguna novela de Turgueniev o en Pedro Páramo, por ejemplo.
—¿Hay una mirada distinta en su caso y en los autores que cita, contemporáneos suyos?
—Sí. Necesariamente. Por el tono personal y la manera en que la memoria inventa y se entreteje en cada autor. En mi caso, en La clave Morse (una novela corta: no pasa de 64 páginas, a long short story, como decía Henry James) tal vez algo distintivo sea el tono descarnado del lenguaje, un tanto brutal y frío. El yo-narrador-me-confieso-a-Dios habla de sus padres en términos un poco crudos, sin sentimentalismos, y sin mucha intención de hacer literatura, como es el caso de El primer hombre, de Albert Camus (toda proporción guardada). Camus decía que su texto no debía parecer elaboración literaria. Digamos que su pretensión era presentarlo en greña: no hacer literatura. La memoria no reproduce: deforma e inventa. Desde el punto de vista neurofisiológico, la memoria viene siendo algo así como la secreción de la bilis, la digestión o la fotosíntesis. Sólo se puede entender en términos biológicos. Basta contar un hecho para transformarlo. Para algunos lectores este punto de vista puede ser perturbador, pues no se ve bien hablar de los padres de esa manera (así sea una novela telegráfica por su cadencia), como lo hago yo en La clave Morse. No es que no haya amor ni reconciliación; al contrario, el contexto es el proceso de aceptación y ternura que se va acumulando a lo largo de la vida, al hacer el recuento y al vislumbrar qué parte de cada uno de nuestros padres nos constituye. De hecho, la madre es la creadora de nuestro inconsciente y la que nos enseña las primeras palabras. Ambos padres son los creadores de nuestro inconsciente, la otra voz. No otra cosa quiere decir Lacan cuando afirma que el inconsciente es el discurso del otro. Sí, pero ese otro son los padres jóvenes. Los padres que uno vio y sintió cuando era niño. Porque en el fondo se está hablando del padre y de la madre del lector. Es como en la Carta al padre, de Kafka. En realidad Kafka no se llevaba tan mal con su padre. Lo que hace es más bien un juego literario, una insinuación de la literatura. El peligro en este tipo de textos es el de una caída: en el sentimentalismo, la cursilería o en algo peor, el patetistmo. Hacer de la figura del padre alcohólico un personaje demasiado patético puede volverlo todo muy ridículo y aproximarlo a la autocompasión del autor, que es uno de los sentimientos menos dignos y más obscenos que puede haber.
—¿Qué otros libros está usted leyendo?
—Estoy revisado los primeros libros de Jorge Volpi y de Ignacio Padilla, pues por sus novelas premiadas en Europa me ha intrigado cómo dieron los primeros pasos. El libro de Volpi sobre Jorge Cuesta, A pesar del oscuro silencio, es estremecedor. Y aún no he terminado La catedral de los ahogados, de Ignacio Padilla, que me está gustando mucho. Los dos son escritores muy originales y competentes. Qué bueno que esta energía creativa la estén aprovechando desde tan temprana edad y en contra del prejuicio de que la novela es un arte de viejos: un tipo de obra que no se puede escribir antes de los cuarenta años. Sus éxitos son algo bueno para todos los escritores mexicanos. A todos nos conviene. No necesitamos la legitimación literaria del cártel de Barcelona ni la bendición que para algunos otorga Europa (la aceptación de París, el reconocimiento en Milán, Frankfurt o en Madrid, el visto bueno de las agentes literarias y las grandes figuras europeas de la literatura), pero de todos modos está muy bien eso de los premios. Daño no hacen: promueven la lectura e individualizan a ciertos autores en un mar de millones de libros y en un océano de escritores que se creen únicos.
—Otra lectura...
—Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, el autor que vive en El Paso y ha hecho la trilogía que empieza con Unos caballos muy lindos. Me interesa muchísimo porque sus paisajes son como los del norte de Sonora, la región del Altar, El Sáric, El Sásabe, Santa Gertrudis, Tubutama, o las pinturas de Georgia O’Keeffe que evocan las planicies de Nuevo Mexico. Es una novela de frontera.
—Otras literaturas...
—Me interesa mucho el boom hindú, como Un buen partido, de Virkam Satha, y Sutra del río, de Gita Mehta. En sus novelas siempre hay ríos que van a dar a la mar. Los hindúes de ahora son como los latinoamericanos de los años 60, pero estos hindúes ejercen en inglés no sólo desde la India, sino desde otros países, como Inglaterra y Canadá, o desde Trinidad Tobago y la isla de Jamaica. Desde países periféricos, exmiembros de los imperios. La nueva literatura en inglés se está dando desde la periferia, por autores ingleses nacidos de padres japoneses, hindúes, o pakistanís. También la novela francesa: muchos de sus autores vienen de las excolonias.
La muerte como experiencia
—¿Por qué se interesó tanto en Leonardo Sciascia?
—Hace ya muchos años que no escribo sobre Sciascia, desde 1989. Ya estoy en otra película. Siempre lo releo pero por un cierto pudor no lo cito, porque he tenido que tachar de mi vocabulario escrito dos palabras: Sciascia y poder. Se me ha relacionado demasiado con ellas y me da pena. Hace poco di en Oaxaca una conferencia sobre Sciascia. No me preparé. Me encomendé a mi memoria y me puse a hablar pensando, junto con el público. Quise ver cuál había sido el saldo, qué me había dejado Sciascia después de doce años. Y lo que salió fue: una obsesión por el problema de la verdad y la imposibilidad de conocerla, una sensación de que el último refugio de la verdad está en la literatura, un deseo por ir más allá de la verdad jurídica, que casi siempre es una verdad “técnica”, arreglada, sucia. (Como se ha visto en las invenciones criminológicas del caso Colosio y en la impunidad que se le concede a la delincuencia financiera.) Los libros de Sciascia que más me siguen gustando son El contexto y La desaparición de Majorana. Su proyecto era hacer de la muerte una experiencia narrativa, como Tolstoi. La muerte como experiencia: un’esperienza narrabile. Pero, claro, no había leído Pedro Páramo.
—¿Qué autores le interesaron cuando era muy joven?
—Uno tiene, a lo largo de su vida, varios enamoramientos literarios. Mi primera fijación amorosa fue Jean-Paul Sartre, que ahora cumple veinte años de muerto. Fue el autor que más me importó cuando yo andaba en los diecinueve años. Me leí La edad de la razón completa en un viaje de México a Tijuana en un autobús Tres Estrellas de Oro. De una sentada de 48 horas. Ese viaje lo he hecho más de 50 veces, por carretera. El primer ensayo que escribí en mi vida fue sobre Gabriel Marcel y J. P. Sartre. Lo publiqué en una revista de Hermosillo, Impulso, que hacía Pepe Carreño en 1959, a los diecinueve años. Luego sucedió que una vez mi mamá se encontró esa revista en un autobús Norte de Sonora y se enteró de que a mí me daba por escribir. (No sé si por eso, antes de morir en 1968, me regaló una olivetti portátil, que todavía tengo en un ropero.) Más tarde me interesé mucho por F. Scott Fitzgerald y Cesare Pavese. No hablaba de otra cosa, como loco, al grado de que mis amigos me llamaban la atención. Y luego, claro, ya cuarentón, dí el sciasciazo: me fui hasta Sicilia para conocer al profesor de Racalmuto. Y todo lo que me ha sucedido después, a partir de Sciascia, han sido cosas buenas y felices. Me dejó encargado con sus amigos sicilianos de Milán (Ferdinando Scianna, Matteo Collura, Franco Sciardelli).
—¿Qué autores que hablan sobre el poder vale la pena recordar?
—El mío, La invención del poder, es un recuento de esos libros, y por supuesto, ni de lejos, tiene la densidad y la sabiduría de Masa y poder, de Elías Canetti, o el ensayo de Eduardo Nicol sobre la voluntad de poder y los textos de Eugenio Trías sobre el poder pasión. Ése sí es un pensamiento agudo y penetrante sobre el poder. Los análisis más sistematizados y filosóficos y más referidos a lo político son, obviamente, los de Norberto Bobbio. La percepción de Sciascia es que el poder resulta a la postre más imaginativo, inventivo, fantasioso, que la literatura misma. Pero su invención es perversa.
La ficción de la memoria
—¿Por qué nació la idea de escribir La clave Morse?
—Porque con los años empecé a darme cuenta de cada hijo se inventa a sus padres, según su memoria, sus necesidades imaginativas, y sus fantasía —dice Federico Campbell—. La memoria es ficción. Para tratar de entender cuál fue mi relación con los míos. Y por el sentimentalismo de la máquina de escribir (mi madre me regaló una olivetti antes de fallecer) que ya se ha vuelto, junto con el telégrafo, un instrumento desechado. Y también para entrever cuál es la diferencia entre un lenguaje literario demasiado consciente frente a un lenguaje natural, sencillo (desde la más pura oralidad), sin conciencia literaria, de las otras personas, como el de las hermanas y el jefe mayo que también cuenta su llegada al valle del Mayo.
—Me imagino que también hubo lecturas psicoanalíticas o filosóficas en los años previos a La clave Morse. Si fue así, ¿qué autores, qué libros?
—Psicoanalíticas, no. Para nada. Sí leí lo más a la mano de Freud en una edad en la que, al menos en mi época, uno sentía cierta curiosidad por el psicoanálisis o una necesidad personal, por problemas de ansiedad, miedo, tristeza. Aunque a mí la sesión psicoanálitica se me convertía en una especie de análisis de personajes, de crítica literaria, como si la vida fuera un teatro monumental en el que todos estábamos enharinados, es decir, con la cara llena de harina, según decía Shakespeare para aludir al maquillaje o la máscara. Más tarde he llegado a comprender que muchas de las ideas de Freud ya estaban en el budismo: la prudencia de evitar el sufrimiento innecesario, puesto que los males reales, las enfermedades y la muerte, ineluctablemente vendrán tarde o temprano. Están en el programa. También la percepción de que casi todo es creación de la mente y que proyectamos en los demás nuestros rencores y nuestros deseos. En Freud y en el budismo se aspira a tener cierta objetividad con las cosas que suceden afuera de uno. Y lo ideal sería no engañarnos con nuestra subjetividad. La realidad es como es. Por otra parte, leí La invención de la memoria, de Israel Rosenfield, un neurofisiólogo que tiene la elegancia de dar crédito a las percepciones literarias de los escritores, Proust, Beckett y Hobbes. Lo que en este momento más me interesa es el funcionamiento de la memoria en el proceso de la creación literaria.
—¿Qué importancia tuvieron Juan Rulfo y Leonardo
Sciascia al escribir La clave Morse?
—En cierto modo han sido mis padres literarios. Uno
se inventa al padre cuando fue escaso o ya no lo
tiene. Yo fui en busca de un padre tierno y ético en
Sicilia. Luego Rulfo se me perdió en el silencio de Insurgentes Sur como Fernando Jordán en la Baja California. Tanto Sciascia como Rulfo tienen un estilo telegráfico. Habitan un campo lacónico de la literatura. Decir lo más con el mínimo de palabras.
—¿Por qué La clave Morse resultó una novela tan corta; el tema exigía la brevedad y el género?
—Porque es un telegrama que mando al más allá. No daba para más. El tamaño Borges (125 páginas) me pareció el adecuado. Y, además, porque es posible que yo no tenga una gran inventiva literaria. Soy corto de imaginación. Creo, por otra parte, en la brevedad de Raymond Carver.
—¿Qué importancia tiene la figura femenina en esta
novela del padre, que, imagino, de alguna manera está
en la madre y las hermanas?
—En los hechos, en la realidad “objetiva”, mi madre fue la que me ayudó a escapar de casa, que era un infierno. Me llevó a Mexicali para que tomara el tren a Benjamín Hill y a Hermosillo. Ya no volví a casa. Me abrió la jaula y me puse a volar, como montado en un pajarraco (o en un pegaso). Ella me pagó los estudios en Hermosillo y en la UNAM. Mi papá, no. Pero era muy tierno en sus cartas. Y era un hombre muy ético. Así que mi madre es Navojoa y mi padre, Magdalena. Soy bajacalifornianosonorense. ¿Por qué no podría ser biestatal? Me concibieron en Navojoa y me parieron en Tijuana. Las voces femeninas fueron las que me rodearon en la primera fase: me dieron un sentido de la vida, una composición de lugar. Y todavía las oigo. El libro es una reconciliación post mortem: con mi madre y con mi jefe. Si todavía vivieran seríamos grandes amigos. No los extraño, pero de algún modo me constituyen. Soy ellos.
—¿En esa búsqueda que pienso fue La clave Morse qué
encontró de usted mismo, qué revelaciones tuvo?
—Me di cuenta que en el fondo sólo soy y siempre he
sido un telegrafista y nada más. Mi incursión en el periodismo:
en la sala de redacción de la revista en que trabajaba veía las mismas máquinas de escribir
que en lo telégrafos. Los ceniceros repletos. Los
compañeros alcohólicos. Los escritorios de metal. El
jefe, los compañeros telegrafistasperiodistas.
Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de
la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué
servía el periodismo. Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la esfera fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría. También fantaseaba que la redacción del Proceso de Scherer era una base de cazas militares en el golfo de California y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos (que sonaban como saxofones, según decía Faulkner): spitfires, messerchmidts, zeros, vultees, mustangs, tigersharks, en una isla como la de Trampa 22 (de John Hersey) en el Mediterráneo. El comandante en jefe Scherer andaba solo en un B29 y se comunicaba a la base con nosotros a través de la clave Morse. Había reporteros muy valientes (como Paco Ortiz Pinchetti, Galarza, Reveles, Marín, Elías Chávez) que arriesgaban su vida. Me encantó combatir con ellos. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida, que es una gran lucha. Y conocimos el país desde el cielo y en las batallas terrestres.
—¿Qué relación hay entre las palabras padre y muerte?
—Ninguna —concluye Campbell—, hasta donde alcanzo a discernir. La que pone las palabras es la madre, porque las mujeres tienen la misión de enseñar a hablar a los hijos. Hay una femineidad en las palabras, como las que se aprenden de la amante (en otras lenguas, por ejemplo). La mejor elaboración sobre el padre y la muerte está en Juan Rulfo, en Pedro Páramo. Los muertos están entre nosotros y la locura se apodera de quienes no lo entienden. La muerte del padre es una cosa. Otra el tema del padre alcohólico (como en Raymond Carver y Sam Shepard). Y otra más, la muerte del padre asesinado. Entre los hijos de padre asesinado se da una extraña identificación. Rulfo nunca se resignó a la muerte de su padre. Lo único que quería en esta vida era escribir un libro sobre la muerte de su padre. Cuando lo publicó, ya no tuvo necesidad de escribir nada más.
En busca del escritor perdido
En Transpeninsular la imagen de la península de Italia es muy tenue y sólo se yuxtapone a la de Baja California en los territorios de la memoria. Sólo en el recuerdo del personaje narrador, un periodista retirado y melancólico, se funden la experiencia de un pasado feliz (un trauma a contrario sensu) y un presente de regreso a casa, en la madurez, teñido por la soledad y la nada.
La novela de Federico Campbell (Tijuana, 1941) ganó a finales del año 2000 el premio Colima de novela (los jurados fueron Daniel Sada, Guillermo Samperio e Ignacio Padilla) y tiene como punto de referencia a un personaje real que también se debatía entre la literatura y el periodismo: Fernando Jordán, autor de numerosos libros de viaje sobre Chihuahua y la Baja California.
—Transpeninsular parece disimular una obsesión personal.
—Es una búsqueda del escritor perdido que traía uno adentro en los años de su juventud. Ese escritor se ha desvanecido o se malogró. El dilema, en el fondo, como tema recurrente en la novela, es el de la fantasía (la imaginación) contrapuesta a la información (la de los historiadores y los periodistas). Es una novela de trayecto: un recorrido bilateral por las penínsulas de Italia y de Baja California. De pronto el paisaje de Calabria o de la Sicilia se funde en las inmediaciones de Mulegé o de Comondú. Y luego ya no sabe uno dónde está. Las novelas con las que está emparentada por su semejanza temática son Nocturno hindú (un viaje a la India en busca de un amigo portugués) de Antonio Tabuchi, y El corazón de las tinieblas (Marlowe va en seguimiento de Kurtz a lo largo del río Congo) de Joseph Conrad. Yo, en Transpeninsular, voy en busca de un escritor, como me fui a Sicilia en busca de Leonardo Sciascia o de mi padre incompleto. Y en él encontré la ternura y la imagen que me hacían falta. Mi Fernando Jordán inventado es una fusión de Sciascia, escritor muerto, y de Juan Rulfo, escritor perdido en el silencio. De hecho la frase "He sido periodista. No volveré a serlo nunca", es de Kurtz, el personaje de Conrad en El corazón de las tinieblas, pero yo se la endilgo a Fernando Jordán. O más bien es una aliteración, porque lo que realmente balbucea Kurts antes de terminar de estar en este mundo es: “Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o ¿era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo.” He sentido que toda la literatura es un plagio, deliberado o inconsciente: un palimpsesto, una superposición de oralidades. El escritor que niegue que es un plagiario es un mentiroso.
—¿Sigue pensando que la literatura tiene algún sentido?
—La literatura es como las religiones: educa para la muerte. Enseña a comprender qué puede ser el corazón humano, como decía Faulkner. Enseña a conseguir una mayor calidad en tu experiencia terrenal. Enseña a vivir con un mayor grado de conciencia y a apreciar la vida con mayor emotividad. Es necesario saber narrarse a uno mismo o a la persona que uno se inventa de sí mismo, buscar y recrear tu experiencia interior, para llegar a ser uno mismo. Esa narración es tu identidad, tu yo, como dice Oliver Sacks. El ser humano tiene necesidad de contar una historia, como el marinero ruso que le escribe en una hoja a su esposa desde el submarino averiado. Yo sólo a esta edad, a los 59 años, he empezado a entender qué es la literatura. Me ha tomado más de treinta años no de trabajo, puesto que la literatura es más un placer que un trabajo, sino de reflexión llegar a vislumbrar apenas lo que es la literatura.
—¿Qué es entonces?
—Es una insinuación. Empiezo apenas ahora a entender que en la novela, por ejemplo, hay que dejar un lugar al misterio; que hay que ir dejando tirados por el camino pequeños vacíos que el lector va a rellenar con su imaginación. Le toma a uno muchos años aprender a decidir qué es lo que se pone en una novela y qué es lo que se deja afuera. No hay que escribirlo todo. Que el lector complete la obra y haga su novela. Otra cosa que empiezo a entender: que el novelista escoge los nombres de personajes y de lugares sobre todo por el sonido, como lo hace Rulfo en Pedro Páramo. La melodía de los nombres es muy intencional. Lo que importa es lo que evoca esa fonética. Por eso hablo de Tesia, un pueblo del sur de Sonora, al lado de Navojoa y la presa del Mocúzari, porque me gusta la palabra y porque me parece el nombre de una isla griega, como salida de un poema de Cavafis. Me gustó siempre cómo sonaba el nombre de Fernando Jordán, por eso lo dejé, y también porque en el nombre pervive el alma. No hubiera podido inventar uno mejor. El personaje de Jordán tiene (en ambos sentidos) un perfil muy griego. Es un vagabundo de las islas (El mar roxo de Cortés), se mete en la Baja California (El otro México) como en el corazón de las tinieblas y descubre (en Terra incognita) que las pinturas rupestres son las imágenes (los pensamientos de la noche) con que rasguñamos la caverna de nuestros sueños más ancestrales.
El autor, 1982. Foto de Juan Miranda
martes, julio 25, 2006
Todo lo de las focas
por María Elvira Villamil
Novelas, relatos, ensayos, autobiografías, traducciones teatrales y distintos géneros periodísticos componen la obra del escritor y periodista mexicano Federico Campbell. En 1989 publicó la primera edición de Tijuanenses, colección de cuatro relatos y una novela corta: "Anticipo de incorporación", "Tijuanenses", "Los Brothers", "Insurgentes Big Sur", y Todo lo de las focas. Ésta última presenta un narrador desterrado entre México y Estados Unidos y se ocupa tanto del cruce de fronteras como del movimiento y los cambios sufridos por la ciudad de Tijuana.
La frontera en Todo lo de las focas puede verse como espacio en donde se yuxtaponen fragmentos de diferentes lugares y épocas. Retomando la “fantástica suposición” de Freud, se trata de pensar la ciudad no como una morada humana, sino como una entidad mental. La ciudad en el texto de Todo lo de las focas es, en última instancia, la psiquis del personaje que percibe o imagina el espacio que recorre.
Dividido en diecisiete apartes, Todo lo de las focas se inicia con un epígrafe tomado de Las sergas de Esplandián de Garci-Ordóñez de Montalvo. Aquí aparecen dos aspectos que tienen relevancia en la novela del mexicano, estos son, el lugar y la(s) mujer(es). Es otra cita, sin embargo, la que puede elucidar Todo lo de las focas: “Clavando perdidamente la mirada en ellas y en sus juegos, vi que nada tenían que hacer tan lejos del mar, que no éra ese su sitio adecuado sino la línea divisoria que empieza y termina en las playas. Seres a medias: metamorfoseados, fronterizos, en medio del camino hacia la vida terrestre, habitantes risueños de las olas, muñecas flotadoras, somnolientas, mudas, seres andróginos y en apariencia asexuados, las focas reaparecían y desaparecían bajo el agua cristalina”. Así ve las focas el narrador de la novela, y así se percibe él a través de la lectura: como ser fronterizo, andrógino, suspendido.
Hacer un recuento de la historia (eventos y participantes) de Todo lo de las focas no es tarea simple. La dificultad radica principalmente en la relativa fiabilidad del narrador-focalizador por la manera en que éste presenta lo focalizado. Es una necesidad el hacer referencia al nivel del relato (temporalidad, caracterización, focalización), y en particular al aspecto de la focalización. El universo ficcional del personaje inestable y sin identidad de Campbell le transmite al lector información histórica y biográfica pero a través de una fragmentada percepción espacio-temporal. Al interior de la ficción misma es posible dividir los espacios que observa en dos categorías, unos como "reales" y otros como "ficticios". Los segundos y predominantes corresponden a aquellos que el narrador imagina, ya que continuamente crea escenas, diálogos, situaciones que aparecen una vez o que se repiten según su voluntad. Al igual que Beverly, la mujer estadounidense a quien mira, otros seres y circunstancias se convierten en referentes producto de su propia creación. Aún más, el mundo en Todo lo de las focas deja de existir en el momento en que el personaje deja de hablar o de escribir, como se observa en la última página de la novela. Valga decir que Todo lo de las focas se une así a la novela mexicana posmoderna con su carácter metaficticio y autorreflexivo.
El texto se construye con base en el discurso de este narrador-focalizador que poco hace al nivel diegético, que duerme y se encierra entre paredes, o que recorre las calles de Tijuana y la geografía fronteriza. No tiene un nombre que permita su identificación, que le dé unidad o lo particularice; es un NN, ser marginal y fragmentado que puede ser muchos, cualquiera. Deambula solo, sin rumbo, tomando fotografías, observando los diferentes lugares y recordando la época de su padre y la de su infancia. Entre otros espacios, recorre el antiguo casino Agua Caliente, que fue durante los años veinte centro de diversión y lugar de encuentro entre el mundo estadounidense de Hollywood y la nueva Tijuana.
A partir del discurso del narrador se puede resaltar el énfasis en la otredad, entendida ésta como la coexistencia de mundos disímiles. Este concepto, comentado por Freud, aparece años después con variaciones en otros teóricos. Concretamente, esta preocupación se refiere, según Harvey y McHale, a la coexistencia en un “lugar imposible” de un gran número fragmentado de mundos posibles. El narrador y personaje de Todo lo de las focas recrea una Tijuana que es, al mismo tiempo, pueblo marginado de la frontera norte y centro turístico ocupado por conocidas personalidades. Tanto los medios masivos de comunicación con su transmisión de imágenes múltiples, como la heterogeneidad de quienes van de paso o se quedan en la ciudad, contribuyen a configurar un espacio alterado desde sus comienzos. Tijuana es representada como un lugar que cambia constantemente de forma, un espacio que puede verse figurativamente como perturbado, fragmentado, desarreglado.
Agua Caliente fue durante los años veinte centro de diversión, un lugar que durante la época de apogeo contribuyó a incrementar un "proceso de superpoblación flotante", como dice el mismo narrador de Todo lo de las focas. El personaje de Campbell habla de esta llamada época de oro del turismo, y a partir de un "desleído fotograbado" en el que aparece su padre telegrafista, comenta acerca de la torre de control que "organizaba el servicio de taxis voladores entre Hollywood y el casino de Agua Caliente". La referencia a este espacio ocurre en varios apartes del relato; el narrador traza la historia del lugar desde su primera forma, siguiendo con sus posteriores modificaciones y restauraciones hasta un tiempo presente. Agua Caliente deja de ser casino para convertirse en centro escolar durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, y luego en lugar abandonado. Paseándose por sus ruinas, el personaje recrea los eventos de comienzos de siglo mezclando tiempos y espacios posteriores; allí recuerda la época de colegio en la que, caminando por los "bajos recintos del casino" y la escuela, la imaginación la convertía en el mundo del cine que antes existiera. El lugar se transforma así en ámbito fantástico en donde, como al entrar en la sala oscura del cine, la gente se aísla para disfrutar de la ficción. En la Tijuana reciente, la torre de Agua Caliente se mantiene como uno de los lugares representativos y como punto de referencia para sus habitantes; su imagen, aceptada o rechazada por diversos motivos, es aún parte integral de la historia de la ciudad. En su estudio sobre las imágenes representativas de la cultura tijuanense, García Canclini transcribía apartes de testimonios orales. Para algunos de los entrevistados Agua Caliente era objeto de discusión entre “lo nacional” y “lo extranjero”, tema visualizado en Todo lo de las focas.
“Beverly” es el primer y más importante narratario: como una estrella de cine proveniente de los Estados Unidos, desciende en su avioneta a territorio tijuanense. En el comienzo de su relato el narrador no es explícito, pero en medio de la ambigüedad se puede concluir que Beverly es, como otros seres y lugares, creación suya (en última instancia, ella es él mismo). Pero producto imaginario o no del narrador, esta “mujer” es a quien él se dirige tanto en los diálogos como en los apartes en donde le habla directamente usando la segunda persona. Un segundo narratario se da a otro nivel narrativo, y sólo aparece explícitamente en el último párrafo de Todo lo de las focas: es un oyente o lector, destinatario de lo que dice o escribe.
Beverly es objeto de fantasías sexuales de un narrador que finalmente no establece relaciones con mujer alguna. En cierta forma es Beverly Hills, el otro lado, que llega a una Tijuana ya invadida por sus productos populares y por su sociedad de consumo. En cuanto a la mujer como espacio de discusión acerca de la otredad, autores como Chambers afirman que, en el pensamiento moderno europeo, la interrogación del "otro", de lo desconocido, irresuelto e inescrutable, ha sido junto con la raza, representado por lo "femenino". Como metáfora de transgresión y fractura, dice Chambers citando otros estudios, que lo "femenino" generalmente no mantiene una directa o incluso necesaria relación con mujeres reales. El autor se refiere posteriormente a los lenguajes y voces reprimidas, a las historias ignoradas, aquellas representadas por la mujer, por diferentes grupos étnicos, y en general, por el mundo no occidental. En Todo lo de las focas, sin embargo, esta relación se complica, ya que el que mira y habla es un hombre de Tijuana, un ser marginal que sueña con, y es ya parte del otro, de un "femenino" símbolo de la cultura estadounidense. Se podría afirmar que en medio de la contradicción, el mundo del cine de masas, a pesar de sus estructuras repetitivas y su impulso al consumo (en donde la mujer es cosificada), permite nuevas posibilidades y formas, y descubre un espacio para la imaginación y el ensueño del observador. Visto desde este punto de vista, y no desde la crítica de la alienación, el "otro" en el relato de Campbell es el espacio para la imaginación y la apertura hacia mejores y más gratificantes "experiencias". En su actividad como voyeur, el narrador de Todo lo de las focas se distancia de la(s) mujer(es), y de los otros. Por lo tanto, se distancia también del lugar, un espacio en donde los encuentros no tienen cabida. Más que enfrentarse o acercarse al mundo, lo representa. La fotografía contribuye a esta representación: predomina la imagen, la técnica de montaje. Con su cámara fotográfica, el narrador selecciona una parcela de la "realidad" y se apodera, así sea efímeramente, de un momento en el tiempo. Sus ojos, la cámara fotográfica de la cual no puede desprenderse por ser una extremidad más, y las publicaciones llenas de imágenes, resaltan el sentido de la vista.
Al igual que en numerosas novelas mexicanas recientes, la mirada en el texto de Campbell es problemática central y reiterativa. Una vez más, es el narrador quien expresa su obsesión por la mirada: sus ojos y su elongación, la cámara fotográfica, son tema y forma recurrentes. “Vago uncido a mi cámara fotográfica", dice, distanciándose así de aquello que desea pero que al mismo tiempo evade. En el mismo aparte, en el cual la mirada de una niña de doce años se revierte por primera vez convirtiendo al voyeur en observado, dice el narrador: “se fue alejando poco a poco de aquella parte del jardín y de aquel grupo de mujeres para alcanzarme y volver a caminar a mi lado y observarme de reojo. Sé que me miraba y me veo de perfil junto a ella. El teleobjetivo de repuesto, cilíndrico y alargado, añadido a la cámara, salía erguido hacia enfrente”. En su libro Easy Women, Castillo analiza la relación entre la violación y muerte metafórica de la mujer a través de la fotografía y la creación de la narrativa. La violencia metafórica, siguiendo a Castillo, permite la escritura de la novela en cuestión, pero al mismo tiempo es la causa de que se suspenda.
En la teoría cinematográfica se encuentran aspectos relevantes para el estudio de la relación entre la mirada y el objeto de deseo sexual. Como afirmaba Stam, la reciente crítica y teoría cinematográfica se ha centrado en lo que se denomina " 'erotics' of film identification". El interés se enfoca hacia lo que Nowell-Smith llama "intersubjetive textual relation", es decir, la relación entre la película y el espectador. En Todo lo de las focas el narrador dirige su atención hacia el aparato en sí, a la cámara o el teleobjetivo; éstos, como miembros de su propio cuerpo, forman parte de él como sujeto deseador. Stam retoma lo escrito por Metz, quien argumenta que la impresión de "realidad" lograda por las películas se deriva de una situación cinemática que induce a sentimientos de retiro narcisista y soñadora complacencia consigo mismo, una regresión a procesos primarios condicionados por circunstancias similares a aquellas que subyacen a la ilusión de realidad en el sueño. Lo escrito por Metz y Stam, por lo menos en cuanto a los estudios de Lacan sobre la etapa del espejo, es evidente en el texto de Campbell. Desde el primer párrafo, el yo narrador dice ser “el centro del mundo, el espejo: nada importa, todo existe en función mía, cuando duermo desaparecen las cosas, la tierra deja de girar y de desplazarse por el universo”. Asimismo, como el niño en la etapa estudiada por Lacan, la hiperactiva percepción de este hablante coincide con la disminución de la actividad motriz. En cuanto a la situación cinemática, la lectura global del texto da las pautas para concluir que la presencia de un cine de masas, o como dice Metz, un tipo de ficción fílmica convencional, lleva a este estado de vigilia que pone al narrador-espectador en un estado cercano al del sueño y el ensueño más que a otros estados de desvelo. El decrecimiento de la vigilia se traduce en un narrador soñador, desvariado, un ser contemplativo que como él mismo dice, se distancia de grupos sociales y eventos políticos. En resumen, la situación cinemática implica un apartarse, dejar a un lado la preocupación por el mundo exterior y desarrollar una fuerte receptividad hacia la satisfacción del deseo en la fantasía.
En Todo lo de las focas Campbell crea espacios cuyo margen temporal puede establecerse desde comienzos de siglo hasta los años ochenta. Es decir, su relato recupera trazos de la Tijuana de las primeras décadas del siglo XX, como también de los años cincuenta y subsiguientes. El impacto moderno del cine y la fotografía, que desde comienzo de siglo ha enseñado a ver de distinta forma lo cotidiano, se centra aquí precisamente en la forma de ver de un hablante cuyo lenguaje se impone por encima de sus posibles referentes. El énfasis del texto está en lo formal, en los lenguajes con los cuales se trabaja. Todo lo de las focas se asemeja a la forma y los motivos de la novela vanguardista de comienzos de siglo, pero al mismo tiempo la subvierte y se distancia de ella, sobre todo en cuanto a la constitución del sujeto y su relación con el espacio citadino. En el texto de Campbell el personaje sale al mundo y deambula por las calles, sigue a otros y se desvía sin motivo alguno, carece de rumbo y de objetivo. Deambula e integra en su periplo el quehacer del artista vanguardista: mediante la fotografía se apropia de fragmentos de la realidad, los selecciona y aísla según su deseo. De esta manera, implementa la técnica de montaje en la creación de su realidad imaginada.
No sobra recordar que el flâneur es una de las encarnaciones del artista en el medio urbano. El mundo en el que se desenvuelven los paseadores en numerosas novelas vanguardistas es el de la pesadilla y la irrealidad, son seres angustiados y frustrados. Y es precisamente aquí en donde el personaje de Campbell (artista, creador, autor del mundo representado) se distancia: aunque de alguna manera en “estado de yecto”, solo y fragmentado, al margen del mundo del trabajo y del contacto social, no puede considerarse un alma atormentada. La ciudad ha cambiado nuevamente: el personaje en el texto del mexicano se encuentra descentrado, pero finalmente no "despedido" o dejado a un lado. Por el contrario, más consciente de sus límites y posibilidades, es un ser autorreflexivo que busca, en las casas y en las calles, un espacio de posible transformación y gratificación gracias a su poder imaginativo. El narrador/fotógrafo de Campbell no tiene espacio de arraigo, pero pese a ello no se encuentra angustiado ni atormentado sino que tiende al marasmo. Al igual que un turista, NN se desplaza por la ciudad y sus alrededores tomando fotos y describiendo la geografía del lugar. El flâneur de otra época se aliviana: quiere deshacerse de referentes inmediatos y se entrega al ocio. De alguna manera, añora y forma parte de la frontera como centro de diversión, como espacio de ocio y tiempo libre. Es apropiada la frase de Ed Cohen, citada por Chambers, para ver a este nuevo sujeto: el flaneur se transforma en planeur (58). El personaje de Todo lo de las focas es o quiere ser como un planeador gracias al cual puede experimentar tranquilidad y placidez: busca ir de un lado a otro, no estar en ninguna parte, no ser partícipe de conflicto alguno. Este ser fronterizo reitera su marginalización y su falta de participación en los eventos de los dos lados.
Si bien es cierto que el ocio y la indiferencia de la gratificación fantasiosa forman parte constitutiva de Todo lo de las focas, también tienen cabida espacios en los cuales se representan problemas de diversa índole. Por una parte, presenta el aislamiento del narrador frente a otros tijuanenses y mexicanos en general, así como un encierro que lo convierte por momentos en sujeto perseguido. Por otra parte, Campbell ha tenido un acierto más, el de incluir en Todo lo de las focas problemas que afectaron o que aquejan hoy en día a la población de la frontera: la pobreza, la violencia, las pandillas, el juego, el aborto ilegal, la intervención estadounidense, la prostitución, la contaminación y los desperdicios.
Como se ha planteado, en Todo lo de las focas los límites entre la "realidad" y la "fantasía" del personaje quedan imprecisos. La lectura de estos límites exige la activa participación del lector de Campbell. Así como las calles se han convertido en interrogantes para el narrador de Todo lo de las focas, el lector puede intentar darle coherencia al texto, o dejar abiertos los entrecruzamientos y contradicciones de sus espacios.
María Elvira Villamil
University of Nebraska at Omaha
Bibliografía seleccionada
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Freud, Sigmund. Civilization and its Discontents. London: The Hogarth Press, 1953.
García Canclini, Néstor. Tijuana, la casa de toda la gente. INAH/ENAH/ Programa
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Godard. Ann Arbor, Michigan: UMI Research Press: 1985.
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Villamil, María Elvira. “El espacio fronterizo en Todo lo de las focas de Federico Campbell”.
Ciberletras: Journal of Literary Criticism. Number10, December 2003. Yale University,
Department of Spanish and Portuguese: http://www.yale.edu/spanish/ Véase también:
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/
Novelas, relatos, ensayos, autobiografías, traducciones teatrales y distintos géneros periodísticos componen la obra del escritor y periodista mexicano Federico Campbell. En 1989 publicó la primera edición de Tijuanenses, colección de cuatro relatos y una novela corta: "Anticipo de incorporación", "Tijuanenses", "Los Brothers", "Insurgentes Big Sur", y Todo lo de las focas. Ésta última presenta un narrador desterrado entre México y Estados Unidos y se ocupa tanto del cruce de fronteras como del movimiento y los cambios sufridos por la ciudad de Tijuana.
La frontera en Todo lo de las focas puede verse como espacio en donde se yuxtaponen fragmentos de diferentes lugares y épocas. Retomando la “fantástica suposición” de Freud, se trata de pensar la ciudad no como una morada humana, sino como una entidad mental. La ciudad en el texto de Todo lo de las focas es, en última instancia, la psiquis del personaje que percibe o imagina el espacio que recorre.
Dividido en diecisiete apartes, Todo lo de las focas se inicia con un epígrafe tomado de Las sergas de Esplandián de Garci-Ordóñez de Montalvo. Aquí aparecen dos aspectos que tienen relevancia en la novela del mexicano, estos son, el lugar y la(s) mujer(es). Es otra cita, sin embargo, la que puede elucidar Todo lo de las focas: “Clavando perdidamente la mirada en ellas y en sus juegos, vi que nada tenían que hacer tan lejos del mar, que no éra ese su sitio adecuado sino la línea divisoria que empieza y termina en las playas. Seres a medias: metamorfoseados, fronterizos, en medio del camino hacia la vida terrestre, habitantes risueños de las olas, muñecas flotadoras, somnolientas, mudas, seres andróginos y en apariencia asexuados, las focas reaparecían y desaparecían bajo el agua cristalina”. Así ve las focas el narrador de la novela, y así se percibe él a través de la lectura: como ser fronterizo, andrógino, suspendido.
Hacer un recuento de la historia (eventos y participantes) de Todo lo de las focas no es tarea simple. La dificultad radica principalmente en la relativa fiabilidad del narrador-focalizador por la manera en que éste presenta lo focalizado. Es una necesidad el hacer referencia al nivel del relato (temporalidad, caracterización, focalización), y en particular al aspecto de la focalización. El universo ficcional del personaje inestable y sin identidad de Campbell le transmite al lector información histórica y biográfica pero a través de una fragmentada percepción espacio-temporal. Al interior de la ficción misma es posible dividir los espacios que observa en dos categorías, unos como "reales" y otros como "ficticios". Los segundos y predominantes corresponden a aquellos que el narrador imagina, ya que continuamente crea escenas, diálogos, situaciones que aparecen una vez o que se repiten según su voluntad. Al igual que Beverly, la mujer estadounidense a quien mira, otros seres y circunstancias se convierten en referentes producto de su propia creación. Aún más, el mundo en Todo lo de las focas deja de existir en el momento en que el personaje deja de hablar o de escribir, como se observa en la última página de la novela. Valga decir que Todo lo de las focas se une así a la novela mexicana posmoderna con su carácter metaficticio y autorreflexivo.
El texto se construye con base en el discurso de este narrador-focalizador que poco hace al nivel diegético, que duerme y se encierra entre paredes, o que recorre las calles de Tijuana y la geografía fronteriza. No tiene un nombre que permita su identificación, que le dé unidad o lo particularice; es un NN, ser marginal y fragmentado que puede ser muchos, cualquiera. Deambula solo, sin rumbo, tomando fotografías, observando los diferentes lugares y recordando la época de su padre y la de su infancia. Entre otros espacios, recorre el antiguo casino Agua Caliente, que fue durante los años veinte centro de diversión y lugar de encuentro entre el mundo estadounidense de Hollywood y la nueva Tijuana.
A partir del discurso del narrador se puede resaltar el énfasis en la otredad, entendida ésta como la coexistencia de mundos disímiles. Este concepto, comentado por Freud, aparece años después con variaciones en otros teóricos. Concretamente, esta preocupación se refiere, según Harvey y McHale, a la coexistencia en un “lugar imposible” de un gran número fragmentado de mundos posibles. El narrador y personaje de Todo lo de las focas recrea una Tijuana que es, al mismo tiempo, pueblo marginado de la frontera norte y centro turístico ocupado por conocidas personalidades. Tanto los medios masivos de comunicación con su transmisión de imágenes múltiples, como la heterogeneidad de quienes van de paso o se quedan en la ciudad, contribuyen a configurar un espacio alterado desde sus comienzos. Tijuana es representada como un lugar que cambia constantemente de forma, un espacio que puede verse figurativamente como perturbado, fragmentado, desarreglado.
Agua Caliente fue durante los años veinte centro de diversión, un lugar que durante la época de apogeo contribuyó a incrementar un "proceso de superpoblación flotante", como dice el mismo narrador de Todo lo de las focas. El personaje de Campbell habla de esta llamada época de oro del turismo, y a partir de un "desleído fotograbado" en el que aparece su padre telegrafista, comenta acerca de la torre de control que "organizaba el servicio de taxis voladores entre Hollywood y el casino de Agua Caliente". La referencia a este espacio ocurre en varios apartes del relato; el narrador traza la historia del lugar desde su primera forma, siguiendo con sus posteriores modificaciones y restauraciones hasta un tiempo presente. Agua Caliente deja de ser casino para convertirse en centro escolar durante el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, y luego en lugar abandonado. Paseándose por sus ruinas, el personaje recrea los eventos de comienzos de siglo mezclando tiempos y espacios posteriores; allí recuerda la época de colegio en la que, caminando por los "bajos recintos del casino" y la escuela, la imaginación la convertía en el mundo del cine que antes existiera. El lugar se transforma así en ámbito fantástico en donde, como al entrar en la sala oscura del cine, la gente se aísla para disfrutar de la ficción. En la Tijuana reciente, la torre de Agua Caliente se mantiene como uno de los lugares representativos y como punto de referencia para sus habitantes; su imagen, aceptada o rechazada por diversos motivos, es aún parte integral de la historia de la ciudad. En su estudio sobre las imágenes representativas de la cultura tijuanense, García Canclini transcribía apartes de testimonios orales. Para algunos de los entrevistados Agua Caliente era objeto de discusión entre “lo nacional” y “lo extranjero”, tema visualizado en Todo lo de las focas.
“Beverly” es el primer y más importante narratario: como una estrella de cine proveniente de los Estados Unidos, desciende en su avioneta a territorio tijuanense. En el comienzo de su relato el narrador no es explícito, pero en medio de la ambigüedad se puede concluir que Beverly es, como otros seres y lugares, creación suya (en última instancia, ella es él mismo). Pero producto imaginario o no del narrador, esta “mujer” es a quien él se dirige tanto en los diálogos como en los apartes en donde le habla directamente usando la segunda persona. Un segundo narratario se da a otro nivel narrativo, y sólo aparece explícitamente en el último párrafo de Todo lo de las focas: es un oyente o lector, destinatario de lo que dice o escribe.
Beverly es objeto de fantasías sexuales de un narrador que finalmente no establece relaciones con mujer alguna. En cierta forma es Beverly Hills, el otro lado, que llega a una Tijuana ya invadida por sus productos populares y por su sociedad de consumo. En cuanto a la mujer como espacio de discusión acerca de la otredad, autores como Chambers afirman que, en el pensamiento moderno europeo, la interrogación del "otro", de lo desconocido, irresuelto e inescrutable, ha sido junto con la raza, representado por lo "femenino". Como metáfora de transgresión y fractura, dice Chambers citando otros estudios, que lo "femenino" generalmente no mantiene una directa o incluso necesaria relación con mujeres reales. El autor se refiere posteriormente a los lenguajes y voces reprimidas, a las historias ignoradas, aquellas representadas por la mujer, por diferentes grupos étnicos, y en general, por el mundo no occidental. En Todo lo de las focas, sin embargo, esta relación se complica, ya que el que mira y habla es un hombre de Tijuana, un ser marginal que sueña con, y es ya parte del otro, de un "femenino" símbolo de la cultura estadounidense. Se podría afirmar que en medio de la contradicción, el mundo del cine de masas, a pesar de sus estructuras repetitivas y su impulso al consumo (en donde la mujer es cosificada), permite nuevas posibilidades y formas, y descubre un espacio para la imaginación y el ensueño del observador. Visto desde este punto de vista, y no desde la crítica de la alienación, el "otro" en el relato de Campbell es el espacio para la imaginación y la apertura hacia mejores y más gratificantes "experiencias". En su actividad como voyeur, el narrador de Todo lo de las focas se distancia de la(s) mujer(es), y de los otros. Por lo tanto, se distancia también del lugar, un espacio en donde los encuentros no tienen cabida. Más que enfrentarse o acercarse al mundo, lo representa. La fotografía contribuye a esta representación: predomina la imagen, la técnica de montaje. Con su cámara fotográfica, el narrador selecciona una parcela de la "realidad" y se apodera, así sea efímeramente, de un momento en el tiempo. Sus ojos, la cámara fotográfica de la cual no puede desprenderse por ser una extremidad más, y las publicaciones llenas de imágenes, resaltan el sentido de la vista.
Al igual que en numerosas novelas mexicanas recientes, la mirada en el texto de Campbell es problemática central y reiterativa. Una vez más, es el narrador quien expresa su obsesión por la mirada: sus ojos y su elongación, la cámara fotográfica, son tema y forma recurrentes. “Vago uncido a mi cámara fotográfica", dice, distanciándose así de aquello que desea pero que al mismo tiempo evade. En el mismo aparte, en el cual la mirada de una niña de doce años se revierte por primera vez convirtiendo al voyeur en observado, dice el narrador: “se fue alejando poco a poco de aquella parte del jardín y de aquel grupo de mujeres para alcanzarme y volver a caminar a mi lado y observarme de reojo. Sé que me miraba y me veo de perfil junto a ella. El teleobjetivo de repuesto, cilíndrico y alargado, añadido a la cámara, salía erguido hacia enfrente”. En su libro Easy Women, Castillo analiza la relación entre la violación y muerte metafórica de la mujer a través de la fotografía y la creación de la narrativa. La violencia metafórica, siguiendo a Castillo, permite la escritura de la novela en cuestión, pero al mismo tiempo es la causa de que se suspenda.
En la teoría cinematográfica se encuentran aspectos relevantes para el estudio de la relación entre la mirada y el objeto de deseo sexual. Como afirmaba Stam, la reciente crítica y teoría cinematográfica se ha centrado en lo que se denomina " 'erotics' of film identification". El interés se enfoca hacia lo que Nowell-Smith llama "intersubjetive textual relation", es decir, la relación entre la película y el espectador. En Todo lo de las focas el narrador dirige su atención hacia el aparato en sí, a la cámara o el teleobjetivo; éstos, como miembros de su propio cuerpo, forman parte de él como sujeto deseador. Stam retoma lo escrito por Metz, quien argumenta que la impresión de "realidad" lograda por las películas se deriva de una situación cinemática que induce a sentimientos de retiro narcisista y soñadora complacencia consigo mismo, una regresión a procesos primarios condicionados por circunstancias similares a aquellas que subyacen a la ilusión de realidad en el sueño. Lo escrito por Metz y Stam, por lo menos en cuanto a los estudios de Lacan sobre la etapa del espejo, es evidente en el texto de Campbell. Desde el primer párrafo, el yo narrador dice ser “el centro del mundo, el espejo: nada importa, todo existe en función mía, cuando duermo desaparecen las cosas, la tierra deja de girar y de desplazarse por el universo”. Asimismo, como el niño en la etapa estudiada por Lacan, la hiperactiva percepción de este hablante coincide con la disminución de la actividad motriz. En cuanto a la situación cinemática, la lectura global del texto da las pautas para concluir que la presencia de un cine de masas, o como dice Metz, un tipo de ficción fílmica convencional, lleva a este estado de vigilia que pone al narrador-espectador en un estado cercano al del sueño y el ensueño más que a otros estados de desvelo. El decrecimiento de la vigilia se traduce en un narrador soñador, desvariado, un ser contemplativo que como él mismo dice, se distancia de grupos sociales y eventos políticos. En resumen, la situación cinemática implica un apartarse, dejar a un lado la preocupación por el mundo exterior y desarrollar una fuerte receptividad hacia la satisfacción del deseo en la fantasía.
En Todo lo de las focas Campbell crea espacios cuyo margen temporal puede establecerse desde comienzos de siglo hasta los años ochenta. Es decir, su relato recupera trazos de la Tijuana de las primeras décadas del siglo XX, como también de los años cincuenta y subsiguientes. El impacto moderno del cine y la fotografía, que desde comienzo de siglo ha enseñado a ver de distinta forma lo cotidiano, se centra aquí precisamente en la forma de ver de un hablante cuyo lenguaje se impone por encima de sus posibles referentes. El énfasis del texto está en lo formal, en los lenguajes con los cuales se trabaja. Todo lo de las focas se asemeja a la forma y los motivos de la novela vanguardista de comienzos de siglo, pero al mismo tiempo la subvierte y se distancia de ella, sobre todo en cuanto a la constitución del sujeto y su relación con el espacio citadino. En el texto de Campbell el personaje sale al mundo y deambula por las calles, sigue a otros y se desvía sin motivo alguno, carece de rumbo y de objetivo. Deambula e integra en su periplo el quehacer del artista vanguardista: mediante la fotografía se apropia de fragmentos de la realidad, los selecciona y aísla según su deseo. De esta manera, implementa la técnica de montaje en la creación de su realidad imaginada.
No sobra recordar que el flâneur es una de las encarnaciones del artista en el medio urbano. El mundo en el que se desenvuelven los paseadores en numerosas novelas vanguardistas es el de la pesadilla y la irrealidad, son seres angustiados y frustrados. Y es precisamente aquí en donde el personaje de Campbell (artista, creador, autor del mundo representado) se distancia: aunque de alguna manera en “estado de yecto”, solo y fragmentado, al margen del mundo del trabajo y del contacto social, no puede considerarse un alma atormentada. La ciudad ha cambiado nuevamente: el personaje en el texto del mexicano se encuentra descentrado, pero finalmente no "despedido" o dejado a un lado. Por el contrario, más consciente de sus límites y posibilidades, es un ser autorreflexivo que busca, en las casas y en las calles, un espacio de posible transformación y gratificación gracias a su poder imaginativo. El narrador/fotógrafo de Campbell no tiene espacio de arraigo, pero pese a ello no se encuentra angustiado ni atormentado sino que tiende al marasmo. Al igual que un turista, NN se desplaza por la ciudad y sus alrededores tomando fotos y describiendo la geografía del lugar. El flâneur de otra época se aliviana: quiere deshacerse de referentes inmediatos y se entrega al ocio. De alguna manera, añora y forma parte de la frontera como centro de diversión, como espacio de ocio y tiempo libre. Es apropiada la frase de Ed Cohen, citada por Chambers, para ver a este nuevo sujeto: el flaneur se transforma en planeur (58). El personaje de Todo lo de las focas es o quiere ser como un planeador gracias al cual puede experimentar tranquilidad y placidez: busca ir de un lado a otro, no estar en ninguna parte, no ser partícipe de conflicto alguno. Este ser fronterizo reitera su marginalización y su falta de participación en los eventos de los dos lados.
Si bien es cierto que el ocio y la indiferencia de la gratificación fantasiosa forman parte constitutiva de Todo lo de las focas, también tienen cabida espacios en los cuales se representan problemas de diversa índole. Por una parte, presenta el aislamiento del narrador frente a otros tijuanenses y mexicanos en general, así como un encierro que lo convierte por momentos en sujeto perseguido. Por otra parte, Campbell ha tenido un acierto más, el de incluir en Todo lo de las focas problemas que afectaron o que aquejan hoy en día a la población de la frontera: la pobreza, la violencia, las pandillas, el juego, el aborto ilegal, la intervención estadounidense, la prostitución, la contaminación y los desperdicios.
Como se ha planteado, en Todo lo de las focas los límites entre la "realidad" y la "fantasía" del personaje quedan imprecisos. La lectura de estos límites exige la activa participación del lector de Campbell. Así como las calles se han convertido en interrogantes para el narrador de Todo lo de las focas, el lector puede intentar darle coherencia al texto, o dejar abiertos los entrecruzamientos y contradicciones de sus espacios.
María Elvira Villamil
University of Nebraska at Omaha
Bibliografía seleccionada
Chambers, Iain. Border Dialogues. Journeys in Postmodernism. London: Routledge,
1990.
Campbell, Federico. Conversaciones con escritores. México: Secretaría de Educación
Pública, 1972.
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---. De cuerpo entero. México: Universidad Autónoma de México. Ediciones Corunda, S.A.,
1990.
Castillo, Debra A. "Borderlining: An Introduction". Tijuana. Stories on the Border.
Federico Campbell. University of California Press: Berkeley and Los Angeles, 1995.
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Minneapolis: University of Minnesota Press, 1998.
Freud, Sigmund. Civilization and its Discontents. London: The Hogarth Press, 1953.
García Canclini, Néstor. Tijuana, la casa de toda la gente. INAH/ENAH/ Programa
Cultural de las Fronteras. UAM-Iztapalapa/Conaculta, 1989.
Harvey, David. The Condition of Postmodernity. An Enquiry into the Origins of
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Lacan, Jacques. “The Mirror Stage”. Critical Theory Since 1965. Edited by Hazard
Adams & Leroy Searle. University Press of Florida, 1986.
Stam, Robert. Reflexivity in Film and Literature. From Don Quixote to Jean-Luc
Godard. Ann Arbor, Michigan: UMI Research Press: 1985.
Vaquera, Santiago. “Tijuana Postcards: geografías imaginarias”. Ventana abierta 1, No.
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Villamil, María Elvira. “El espacio fronterizo en Todo lo de las focas de Federico Campbell”.
Ciberletras: Journal of Literary Criticism. Number10, December 2003. Yale University,
Department of Spanish and Portuguese: http://www.yale.edu/spanish/ Véase también:
http://www.lehman.cuny.edu/ciberletras/
jueves, julio 20, 2006
En el Ajusco
Señas de identidad
Federico Campbell nació en Tijuana, Baja California, el lro de julio de 1941. Vive en México DF, en la colonia Condesa. Trabaja en su casa, cuando trabaja: escribe una columna hebdomadaria más literaria que política en el semanario Milenio: La hora del lobo.
Ha publicado algunas novelas: Todo lo de las focas, Pretexta o el cronista enmascarado, Transpeninsular y La clave Morse.
También unos libros de cuentos: Tijuanenses y El imperio del adiós.
Entre sus libros de ensayos se encuentran La invención del poder, Máscara negra, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste,
La ficción de la memoria y Periodismo escrito.
Cuando tenía 29 años publicó en Barcelona un libro de entrevistas, Infame turba. En 2004 reunió sus mejores Conversaciones con escritores.
Ha publicado algunas novelas: Todo lo de las focas, Pretexta o el cronista enmascarado, Transpeninsular y La clave Morse.
También unos libros de cuentos: Tijuanenses y El imperio del adiós.
Entre sus libros de ensayos se encuentran La invención del poder, Máscara negra, La memoria de Sciascia, Post scriptum triste,
La ficción de la memoria y Periodismo escrito.
Cuando tenía 29 años publicó en Barcelona un libro de entrevistas, Infame turba. En 2004 reunió sus mejores Conversaciones con escritores.