domingo, diciembre 03, 2006

 

La fe en el hoy

por José María Espinasa

Un libro como La invención del poder de Federico Campbell es a la vez un ensayo netamente político —“panfleto”, lo llamó despectivamente (y creo que de manera equivocada) Noé Cárdenas—, en donde del análisis detenido de un fenómeno social se puede pasar al de textos clásicos (El príncipe de Maquiavelo o Leviatán de Hobbes) o a un pronunciamiento de simpatías políticas o a la glosa irónica del lugar común sobre nuestra clase gobernante. Creo que es una falacia decir que un libro así repite lo que todos sabemos (por ejemplo, la corrupción del PRI y el gobierno mexicano). Primero, porque no es lo mismo decirlo en los periódicos —y hay que reconocerle valentía Campbell— que en un chiste de café y, segundo, más importante, porque es al leer esos juicios escritos que se descubre que "eso" ya se sabía.
Campbell es un crítico del poder en abstracto, pero también lo es de sus manifestaciones concretas y cotidianas (por ejemplo, de la corrupción del periodismo en Pretexta). No puede separar ambos mundos, por eso la admiración y cercanía como escritor con Elías Canetti, pues su reflexión hace del hecho teórico un gesto cotidiano. No sólo la exigencia propia del género lo lleva a estar vinculado a los hechos, también lo motiva la necesidad íntima de la reflexión.
La organización de los textos en el libro y el planteamiento de su publicación original tienden a evitar el envejecimiento casi obligado del artículo. No se trata de leer un periodismo de ayer —ya para qué, dice la canción— sino de proponer una escritura que no tenga ayer. Tampoco se quiere encontrar el futuro o la eternidad —ese periodismo pretencioso es el que más rápido envejece— a través del estilo o la belleza de la prosa. No busca establecer su derecho a ser considerado arte literario, sino el crear una escritura del presente, como las prosas de Baudelaire o los apuntes de Canetti.
Es, en este sentido, sintomática la mención de algunos de sus autores tutelares: el ya referido autor de Auto de fe y Masa y poder, pero también Ciryll Conolly y La tumba sin sosiego, libros que se escriben de manera aleatoria y que sólo pueden leerse en sintonía, no coincidiendo o disintiendo de lo dicho, sino simpatizando con el decir.

Tijuanenses o la apuesta literaria

Hay, cuando se plantea el acercamiento a un escritor, un proceso similar al de afinar un instrumento, poner la clave correcta, la frecuencia de las vibraciones, la tensión de la cuerda. Se trata de un proceso mecánico que termina por ser una elección, es decir, todo lo contrario de algo mecánico. Con la obra de Campbell esto es complicado; no hay muchos elementos en los cuales apoyarse, escribe una literatura poco frecuente en México, y tiene además una actitud personal —todavía menos frecuente— donde el autor vive en función de la escritura y no del personaje de sí mismo.
Lo dicho puede sugerir un retrato erróneo, porque Campbell está muy lejos de ser un escritor de torre de marfil, al contrario, sabe que una de las condiciones propias de la literatura es no tener pureza y estar contaminada por la realidad, tanto que se acaba por transvestir en una forma más de ella, el aspecto real de la realidad.
Federico, antes que como escritor, se reivindica como periodista; no lo hace para después insistir en la dignidad de un oficio ya suficientemente sólido con nombres como los de Ignacio Manuel Altamirano y Federico Gamboa en el siglo pasado, o Martín Luis Guzmán y José Alvarado en éste. Lo hace para subrayar una voluntad de diálogo como objetivo primario de cualquier escrito. Hay en el periodismo la necesidad —mejor, la exigencia— de un lector. Y un lector que funciona como interlocutor da una respuesta. Por eso no es raro que Federico sea muy buen entrevistador. Lo escrito depende más del oído que de una articulación reflexiva. Mejor dicho: Campbell aproxima estos dos elementos hasta volverlos lo mismo: la atención a sí mismo y la atención al otro. Un buen ejemplo son las entrevistas de Infame Turba, en especial las de Jaime Gil de Biedma y Gabriel Ferrater.
La ambigüedad vuelve a dar otra vuelta de tuerca. La literatura que Campbell escribe es muy literaria. Quiero entender con esto que el mundo de la escritura (en este caso narrativa) se basta a sí mismo, no necesita justificaciones. Esto lo pensé cuando leí por primera vez Todo lo de las focas, publicada por Guillermo Sheridan en la Revista de la Universidad, y lo sigo pensando ahora, en la relectura de Tijuanenses. Esta autosuficiencia del hecho narrativo radica en la capacidad de crear un mundo paralelo al que dio origen a Dublineses; pero hoy sería difícil decir cuál es más real, si el Dublín de Dublín o el de Joyce. Algo así se adivina en Campbell. Pero el título Tijuanenses es un señuelo: Todo lo de las focas está mucho más cercano a Faulkner y sus monólogos que al autor de Ulises, Tijuana tiene algo de Yoknapatawpha y algo de Santa María en la mirada de Federico. A cada relectura —y es un texto de difícil lectura— se me presenta esta novela como un intento por jugar la tirada de dados mallarmeana.
Algunos años antes se había publicado en México un texto asombroso, La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, del cual Todo lo de las focas es en cierta manera hermano menor. Sólo que si los años que los separan no son muchos, sí son importantes; pertenecen por ello a épocas diferentes, tanto políticamente como literariamente. Ya había pasado el 68, y la Onda, después de Se está haciendo tarde, se repetiría a sí misma cada vez con menos suerte.
La diferencia fundamental entre los dos libros tiene y no tiene que ver con esto. En La obediencia nocturna casi no hay entorno, el paisaje no existe, mientras que en el libro de Campbell aparece un personaje hoy por hoy ya fundamental: la ciudad. El personaje Tijuana actúa en forma preponderante y no sólo por medio de objetivaciones anecdóticas, sino sobre todo como una atmósfera no descrita, recreada. La angustia que corroe al personaje de La obediencia, en Todo lo de las focas corroe a la ciudad y esto queda muy claro en Tijuanenses.
Si Campbell hubiera sido un escritor alemán lo habría llevado al cine Win Wenders: su mundo "fronterizo" (y lo quiero entender esto justamente en un sentido móvil, nómada; el que cruza fronteras sabe cuán inútiles y cuán presentes pueden ser). En esto comparte preocupaciones literarias con escritores de su misma generación en otros países. Un buen ejemplo sería Peter Handke. Hay una fascinación y una angustia por fijar una realidad cuya apariencia es efímera, huidiza. Campbell quiere situar a Tijuana y situarse a sí mismo en una figura reconocible, pero sin perder esa identidad vibratoria de ciudad vista desde las afueras, con mejillas de neón y garganta curada en alcohol. Trata de mostrarnos esa "vida tirada" de una ciudad de frontera.
La comparación con La obediencia nocturna tiene segunda intención: Todo lo de las focas pudo ser la única novela de este autor. Esa angustia se vuelve desasosiego en el hecho físico de escribir —la persona que se pone al escritorio ante una cuartilla que va a costar sangre, sudor y lágrimas—, algo muy lejano de una fiesta.
En cierta manera a Campbell lo salvó su vocación periodística. Pretexta será otra vez una tirada de dados, pero en este caso lo que se narra, aunque involucra fuertemente al autor, no es ya la vida, mi vida, sino un hecho que pertenece a muchas personas, que no se complace en su individualidad, que —en cierta manera— está escrito para todos. Recuérdese que uno de los escritores cercanos en temperamento a Campbell es Vicente Leñero, y que él ha titulado algunos de sus libros de manera genérica: Los albañiles, Los periodistas; incluso Asesinato, que es el retrato de la familia revolucionaria.
Fue la necesidad de entender los nexos entre escritura y poder (no hay que olvidar el golpe a Excelsior) lo que llevo a Campbell a escribir Pretexta. Las oscuridades de su primera novela dejan aquí surgir los grises de las entretelas y componendas del periodismo. Willy Colón repetido hasta al cansancio (los altos tirajes, la misma noticia en un lugar y en otro) se puede volver humo, pero también violencia y —sí— testimonio de esa violencia. Pretexta pudo ser un alegato kafkiano pero se convirtió en una educación sentimental, y podemos ver en ella —deslumbrados por el señuelo de Tijuanenses— un peculiar retrato del artista adolescente.
Al escritor la literatura lo devuelve a la realidad, no lo aparta de ella. Le permite ver no aquella apariencia que nos presenta como realidad, sino aquello que se esconde detrás. No hay una frase ingenua (no puede haber) en un periódico. Es cierto, hay mucho enunciación vacía pero toda ella significa. Por eso no es extraño que Campbell se entusiasme con la "prosa seca" que traduce una posición ante la novela y ante el mundo de Leonardo Sciascia, y que se haya vuelto uno de sus promotores en México hasta concentrarse en ese brillante libro que es La memoria de Sciascia, en donde evidentemente el autor se inmiscuye para ser él el espejo en que se recuerda/describe Sciascia.
En ensayos y reportajes, Federico ha ido dejando pistas para seguir el camino que va de la oscuridad de Todo lo de las focas a la cálida transparencia de los cuatro cuentos que redondean Tijuanenses. Son relatos donde aquello que se narra se da como transcurso, como fluir. Leídos después de la novela hacen cerrar los ojos, como si saliéramos en plena luz del día de un cabaret al que entramos de noche, y apenas alcanzamos a ver al fondo de la calle, al doblar la esquina, a un Stephan Dedalus adivinado bajo el sol del desierto de la avenida Revolución.

Rodeo por la memoria

Un libro poco atendido por los lectores y mal leído por la crítica fue Navojoa. A ello contribuyó que no era estrictamente una autobiografía, como pretende la colección —De cuerpo entero— en que fue incluido (hay que señalar que es el mejor de los textos publicados en ella hasta ahora), pero sí es un escrito autobiográfico, en el sentido de la "escritura del yo" señalado por Gusdorf; depende de ese "pacto" entre el escritor y el lector que señala Lejeune como propio de lo autobiográfico. Sin embargo, Campbell radicaliza ese pacto al escribir la "autobiografía" de sus padres a través de la voz de su hermana, presentando el texto casi a manera de reportaje o encuesta. Es otra vez el periodismo lo que interviene como motor del texto, otorga doble autenticidad, duplica el pacto mencionado y le da su sentido de verdad a lo escrito.
Navojoa se beneficia de ese desdoblamiento del yo en otra voz. Es natural que, desde cierto lugar, lo autobiográfico sea relato del devenir del otro y nadie representa mejor esa otredad que los padres. Campbell quiso escribir un texto como "Algo sobre la muerte del mayor Sabines" sin ningún recurso poético. Es la vida de ellos la que la/mi escritura vuelve (auto)biografía, homenaje, réquiem, despedida. Por eso, cuando en algunos de sus libros habla de su relación personal con algún escritor o artista —Rulfo, Arreola, Sciascia, Leñero— no lo hace un función de "mi vida con gente notable", sino con la sencillez (que no humildad) del gesto autobiográfico. Retrospectivamente, toda la obra de Campbell parece encaminada a escribir un diario como Post scriptum triste. En el lado contrario a Navojoa, el periodismo —fundamentalmente la entrevista— lo ha vacunado contra la obviedad del yo; quiere dar a la persona otro valor textual.
Navojoa es y no es una parte de Tijuanenses. Lo es si partimos de ese inevitable rescoldo de ficción que tiene la vida. Si su modelo joyceano Dublineses proponía ya un sentido de retrato de la vida, Campbell comprende que hay una intensidad y un sentido ceremonial en Navojoa que lo hace otro libro. El texto es deliberadamente desnudo, seco. Uno de los géneros literarios más difíciles es, sin duda, el autobiográfico (porque en principio no puede ser un género), rechaza la parte frívola y cortesana de lo literario, no se admite tampoco como un informe (uniforme) de lo vivido, sino —ya se dijo y lo entendió muy bien Simone de Beauvoir— ceremonial.
La deliberada desnudez de Navojoa también despoja al texto de cualquier asidero religioso y muestra otra intención del autor: la vida en directo. Si Campbell hubiera sido director de cine habría hecho documental, pero no por afán verista, sino por respeto a los hombres y a las cosas. Autores a los que admira —como Pavese, Sciascia, Pasolini— han tenido la misma actitud.

La novela y el ensayo

Es extremadamente complejo este punto: la novela y el ensayo nacen como una reverencia ante lo real, pero se alejan en direcciones distintas. En ciertos momentos se reencuentran —finales del silgo XVIII, mediados del XX—, casi siempre en relación con las ideas y del lado narrativo. No se trata tanto de que Campbell invierta los términos y haga una ensayística narrativa (que en México han practicado recientemente con éxito José María Pérez Gay y Guillermo Sheridan), sino de reflexionar sin artificios, con la sequedad de un Mariano José de Larra (patrón del periodismo en castellano), con la capacidad de síntesis de un José Martí o la precisión de un Martín Luis Guzmán.
Federico Campbell encuentra en el periodismo tanto un medio de vida como una temática. Si se le pidiera que escribiera epitafios sería —creo— muy lacónico: Juan Pérez medía uno setenta y cinco; tenía el pelo negro. Y sin embargo, ese laconismo admite y provoca la reflexión. Navojoa es como el primer capítulo de una saga imposible de escribir, un capítulo de La comedia humana o de la historia de los Rougon—Macart; pocas páginas que sin embargo bastan para darle identidad literaria, tributo de un escritor de finales del siglo XX a su admirado siglo XIX.
Para Campbell es evidente que la narrativa y la realidad están muy unidas, funcionan de la misma manera, ligadas por vasos comunicantes tan fuertes que hace que a veces se los confunda. Deseoso de nunca perder pie en el piso de lo vivido, hace funcionar al periodismo como su ancla, le interesa como forma de escritura y todavía más como forma de pensar.

El lector

Para nadie es un secreto que el intelectual contemporáneo encuentra en el periodismo un vehículo expresivo, una manera de llegar al lector peculiar, distinta al aula, la tribuna o el libro. Pero esa práctica —común desde el siglo XIX, es difícil desde entonces encontrar un gran escritor que no lo haya frecuentado— ha ido poco a poco modulando los estilos del pensamiento. Es frecuente que pensadores o filósofos le reclamen haber incorporado una superficialidad dañina a los modos de reflexión, y algunas de las propuestas de un "pensamiento débil" vienen de allí. Pero si se revisa el ensayo contemporáneo se verá que su influencia más bien ha sido benéfica y que el periodismo también ha auspiciado reflexiones profundas, no desgastadas por el correr de los días.
Por ejemplo, al redactar lo que en un principio quería ser un manual didáctico para estudiantes de periodismo o de comunicaciones, Periodismo escrito (Ariel, 1994), a Campbell se le fue volviendo una meditación sobre ese mismo quehacer, y llevó al extremo el ejercicio de apropiación de voces al transformar la cita en extenso ejemplo y así devenir en una antología de los géneros periodísticos. Los libros de Campbell son en general autocuestionantes, hacen de sí mismos motivo de reflexión; pero en los títulos recientes ese elemento se encuentra acentuado: piensan "en periodismo", piensan "periódicamente" (no sé cuál sería la expresión exacta), por eso pasan de una función didáctica al cuestionamiento de los principios de ese oficio y de allí a la puesta en duda de los vicios del poder, el diario de lecturas, la suma de obsesiones, neurosis y preocupaciones. Toda su obra hay que leerla ahora a la luz de Post scriptum triste.
En La invención del poder ejerce su escritura al menos en tres sentidos: la reflexión sobre el poder en abstracto, el cuestionamiento del poder concreto como discurso y la denuncia de la violencia que ese poder ejerce cotidianamente sobre el ciudadano. Es un libro de crítica política hecha por un escritor, como indica la colección en la que fue publicado (incluye libros de Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa), pero también es un ensayo literario, no tanto porque incluya crítica literaria (las páginas sobre Martín Luis Guzmán son muy buenas) sino porque está pensado literariamente. Ya se dijo que los libros funcionan como una trilogía, es decir, como ciclo narrativo a la manera de Durrell en el Cuarteto de Alejandría o de Moreno Durán en Femina suite. Están interconectados entre sí y, algunos temas —por ejemplo, Martín Luis Guzmán y La sombra del caudillo—, regresan constantemente, permiten establecer el sentido coloquial de "apunte" que tiene esta manera de pensar: no el esbozo pictórico de cara a una obra mayor futura, sino el que ya es en sí mismo obra mayor, con la condición de ligereza y velocidad que no le impide (al contrario, la exige) la densidad.
Uno de los elementos importantes en Campbell es su voluntad de sumarse a una reflexión colectiva, expropiando modos de pensar y volviendo de la cita un sistema reflexivo. Esa voluntad "citacional" no se resuelve en un collage de recortes o en una sábana hecha de retazos cosidos a pluma. Las citas se ordenan en el fluir de la reflexión, con una libertad que recuerda a la literatura de Cortázar en algunos de sus libros, y que se orienta no al establecimiento de certezas a partir de un argumento de autoridad (por lo tanto autoritario), sino a la elaboración de (muchas) hipótesis ajenas a las construcciones silogísticas o las dialécticas tan frecuentes en la sociología mexicana. Porque no se trata de análisis sociológicos, ni siquiera de sociología literaria. Su mayor ambición es el diálogo con el lector.
Una manera de ver cómo funciona este particular modo de reflexión es aplicar las recomendaciones didácticas hechas en Periodismo escrito a los otros dos libros. Las exigencias de espacio de la prensa son aprovechadas por Campbell para plantear el asunto de manera clara, en ocasiones circular, dentro de un exiguo número de cuartillas, creando un ritmo de "estampas" literarias entrelazadas por un mínimo hilo conductor.
El periódico se vuelve el lugar —a la manera de un cuaderno— en donde el autor e encuentra con el lector. El flujo del ensayo forma un contexto conversacional, entiende el pensar como perpetuo estado dubitativo, en el que siempre parece flotar la pregunta ¿y tú qué crees? Por eso no le tiene miedo ni a las repeticiones ni a las contradicciones: si lo que pensaba ayer ya no lo pienso hoy, se debe a que el tiempo, más que corregir las ideas, admite la existencia de ambas, así sean, opuestas, y la "corrección" que se hacen una a otra no las invalida. En contra de los lenguajes absolutos y las certezas lapidarias, Campbell propone no la vaguedad conceptual, sino la zozobra de lo enunciado al anunciarse. La niebla sólo es aparente, son más los claros del bosque (la alusión a María Zambrano es intencionada).
Al autor le costó un cuarto de siglo encontrarse ese tono (Todo lo de las focas está fechada en 1969). Leer su obra desde la perspectiva fragmentaria que instauran sus libros más recientes permite descubrir en textos anteriores ese carácter oculto bajo las estructuras narrativas. Escritor de después de la escritura —postscriptum— Campbell se asume como un heredero de un género en continua mutación: el ensayo.

Lejos de las definiciones

Después de todo lo anterior, resulta evidente que si el ensayo por definición no es un género conclusivo, el aquí descrito lo es aún menos. Resumir lo que Campbell "dice" en sus libros es a la vez inútil y muy difícil; esfuerzo gratuito que tergiversa lo que el propio ensayo afirma. Parece que no va a ningún lado y de pronto se decanta en una página de insólita redondez.
La denuncia de La invención del poder es muy dura —ya se dijo que se trata de un libro muy valiente— pero tiene, además, la ventaja de hacer que el autor encuentre al ciudadano de a pie, evita el regodeo en la transformación de la realidad en referente cifrado entendido por unos cuantos, modelo que Carlos Monsiváis ha instaurado como moda (no como modo) entre nuestros ensayistas. Es difícil entender cómo un autor tan codificado como el de Días de guardar ha alcanzado tal popularidad entre los lectores. Tal vez se deba a la posibilidad de leer esos textos como enseñanzas de un gurú, actitud de la que él no es responsable aunque la haya prohijado. Campbell busca todo lo contrario, una literatura sin "enseñanzas" (de don Juan, don Carlos o don Federico, de nadie).
Frente a la tangente de una reflexión "opinativa", Campbell presenta una escritura neurótica, ser y aparecer como idea, nunca como opinión. Si los dos —Monsiváis y Campbell— se presentan como escritores que emergen del periodismo y practican en ensayo diferente al tradicional, entre ellos sólo coinciden en el inicio —el periodismo— y en el final, en donde los dos se niegan a los juicios definitivos. Ambos autores han proseguido, sin decirlo estrictamente, con la búsqueda de una identidad del mexicano. Pocos tan bien situados para hacerlo como Monsiváis, pero —justamente por eso— ha mostrado que dicha reflexión, heredada de Samuel Ramos y Octavio Paz, se vuelve inútil en nuestra posmodernidad.
A Campbell el tema ya no le interesa. ¿Lo mexicano? Qué más da; le interesan los mexicanos, sí, pero como le interesarían los vietnamitas si lo manda para allá algún periódico: seres en su entorno, en su hábitat, individuos en situación (a la manera de Ortega). Para él ser distintos no es ser mejores, es ser simplemente personas.

Una tradición

Campbell se volvió de pronto un autor prolífico, como una madre que después de tener un hijo único por muchos años, de pronto tiene trillizos. Pero el embarazo de este autor viene de lejos, la destilación de los textos le llevó tiempo. Eso se nota en la sencillez de su método expositivo, incluso cuando toca puntos complejos, y en la acumulación de referencias, ese elemento "citacional" mencionado antes.
La pregunta se revierte: ¿desde qué lugar habla el escritor? Su autoría —en cierto sentido su autoridad— no deriva de su condición de actor sino de espectador. Interviene y mucho desde las butacas —como en la famosa puesta en escena de Julio Castillo: De película—, su función es la de un lector —de libros, de acontecimientos, de manías culturales—, se apropia del mundo al describirlo, y así lo hace habitable. No persiguen otra cosa las indagaciones sobre la psicología del mexicano, porque sin duda corresponde al proceso de legitimación del poder por el arquetipo, bien descrito por Roger Bartra en La jaula de la melancolía, un doble proceso, de domesticación del mundo (en el peor sentido) y de creación de redes afectivas (en el mejor).
La presencia rectora del fragmento no apela a la síntesis del refrán y su trabajo referencial sobre sus fuentes —la cita— no aspira tampoco al enunciado de ocasión. Establece de manera muy fuerte la discontinuidad como terreno y lo cotidiano como materia, y así se abre a la experiencia, la propia escritura adquiere ese rango. Si, como señala Eliade, hay un horizonte en el que lo escrito se vuelve cotidianidad en estado puro para desde allí volver el rostro a la experiencia sagrada, ese peculiar "grado cero" de la escritura encuentra aquí una de sus mejores expresiones.

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La fe en el hoy, de José María Espinasa, sexto número de los Cuadernos de Montaigne de la editorial ensayo, se terminó de imprimir el 5 de mayo de 1995, bajo la producción de Verdehalago.

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