lunes, enero 17, 2011
Ver con los ojos del alma
Por lo menos desde 2003 Oliver Sacks ha venido pensando en las implicaciones neurofisiológicas de la ceguera. No es lo mismo venir al mundo ciego que perder la vista en un cierto tramo de la vida.
Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre quien de pronto pierde la vista y quien entra al mundo sin interrupción entre las tinieblas del vientre materno y las tinieblas del exterior cuando, por paradójico que parezca, la madre lo da a luz.
La ceguera congénita nunca deja de ser una desventaja puesto que el invidente no tiene los puntos de referencia con que cuenta alguien que sí conoció la realidad iluminada, así haya sido por poco tiempo.
De estas cuestiones trata el más reciente libro de Oliver Sacks, El ojo de la mente, que muy pronto colocará en las librerías la editorial Anagrama. Una vez más el escritor neurofisiólogo de origen inglés pero de residencia en Estados Unidos desde los años 60 (tiene su consultorio en el Greenwich Village de Nueva York) se concentra en uno de los sentidos: la vista. Ya antes se ocupó de manera muy original del oído y dedicó Veo una voz al universo de la sordera. No parece que vaya a seguir examinando los otros sentidos que, como escribe Vicente Alfonso, son los instrumentos que nos sirven para sostener una relación con lo que nos rodea. Los sentidos alimentan la memoria pero también la conciencia; sirven, en primera instancia, para que el individuo dotado de una cerebro se haga una composición de lugar en el mundo en el que está parado. Lo que se proponen los jesuitas en los ejercicios espirituales es, como indicaba Ignacio de Loyola, ver con los ojos del alma. Y allí está , en la oscuridad de los ojos cerrados, el despegue de la imaginación que también eleva a los actores en sus ensayos de improvisaciónn.
“Nuestra cárcel es el mundo de la vista”, dice Platón, citado por Alfonso, pues esa cárcel es al mismo tiempo el único puente entre nosotros y el mundo.
Ya nos lo había explicado el neurofísiólogo del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM Ranulfo Romo Trujillo (que acaba de ser aceptado como miembro de El Colegio Nacional y a quien la Academia Sueca el año pasado tuvo en consideración para el premio Nobel de ciencia) cuando nos dice que “se ve con el cerebro” porque lo que pasa a través de la retina se recompone hacia el interior del cráneo en una suerte interesantísima de bioquímica óptica.
En The mind’s Eye, Oliver Sacks se refiere a las experiencias que han tenido algunos ciegos como John Hull. Cuando perdió totalmente la vista a los 35 años Hull, el autor de Tocar la roca, empezó a sentir que sus otros sentidos se volvían más sensibles. No se le acabó el mundo. Por el contrario, llegó a vivir la ceguera como un don (igual que Borges). Empezó valorar de otra manera el sonido de la lluvia y a darse cuenta de cómo la lluvia le iba diciendo en dónde se encontraba él y le establecía el contorno de las cosas pues una era la lluvia que caía en el pasto y otra la que caía sobre las losas o sobre tierra, lo cual le daba una ubicación y una nueva perspectiva. Llegó conocer un sentimiento de mayor intimidad con la naturaleza, una mayor intensidad en su estar en el mundo que no había sentido cuando veía. Se volvió mejor profesor, más fluido en su discurso, más lúcido, su escritura más segura y profunda, y con más confianza en sí mismo. Puso así en libre juego su imaginación para reconstruir el mundo perdido.
Su caso recuerda la elegancia humana de Jorge Luis Borges. Nunca lamentó haber perdido la vista. No cultivó ningún resentimiento. No se malquistó con Dios. Si no hubiera sido por la ceguera, decía, nunca se hubiera puesto a aprender idiomas antiguos.
Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre quien de pronto pierde la vista y quien entra al mundo sin interrupción entre las tinieblas del vientre materno y las tinieblas del exterior cuando, por paradójico que parezca, la madre lo da a luz.
La ceguera congénita nunca deja de ser una desventaja puesto que el invidente no tiene los puntos de referencia con que cuenta alguien que sí conoció la realidad iluminada, así haya sido por poco tiempo.
De estas cuestiones trata el más reciente libro de Oliver Sacks, El ojo de la mente, que muy pronto colocará en las librerías la editorial Anagrama. Una vez más el escritor neurofisiólogo de origen inglés pero de residencia en Estados Unidos desde los años 60 (tiene su consultorio en el Greenwich Village de Nueva York) se concentra en uno de los sentidos: la vista. Ya antes se ocupó de manera muy original del oído y dedicó Veo una voz al universo de la sordera. No parece que vaya a seguir examinando los otros sentidos que, como escribe Vicente Alfonso, son los instrumentos que nos sirven para sostener una relación con lo que nos rodea. Los sentidos alimentan la memoria pero también la conciencia; sirven, en primera instancia, para que el individuo dotado de una cerebro se haga una composición de lugar en el mundo en el que está parado. Lo que se proponen los jesuitas en los ejercicios espirituales es, como indicaba Ignacio de Loyola, ver con los ojos del alma. Y allí está , en la oscuridad de los ojos cerrados, el despegue de la imaginación que también eleva a los actores en sus ensayos de improvisaciónn.
“Nuestra cárcel es el mundo de la vista”, dice Platón, citado por Alfonso, pues esa cárcel es al mismo tiempo el único puente entre nosotros y el mundo.
Ya nos lo había explicado el neurofísiólogo del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM Ranulfo Romo Trujillo (que acaba de ser aceptado como miembro de El Colegio Nacional y a quien la Academia Sueca el año pasado tuvo en consideración para el premio Nobel de ciencia) cuando nos dice que “se ve con el cerebro” porque lo que pasa a través de la retina se recompone hacia el interior del cráneo en una suerte interesantísima de bioquímica óptica.
En The mind’s Eye, Oliver Sacks se refiere a las experiencias que han tenido algunos ciegos como John Hull. Cuando perdió totalmente la vista a los 35 años Hull, el autor de Tocar la roca, empezó a sentir que sus otros sentidos se volvían más sensibles. No se le acabó el mundo. Por el contrario, llegó a vivir la ceguera como un don (igual que Borges). Empezó valorar de otra manera el sonido de la lluvia y a darse cuenta de cómo la lluvia le iba diciendo en dónde se encontraba él y le establecía el contorno de las cosas pues una era la lluvia que caía en el pasto y otra la que caía sobre las losas o sobre tierra, lo cual le daba una ubicación y una nueva perspectiva. Llegó conocer un sentimiento de mayor intimidad con la naturaleza, una mayor intensidad en su estar en el mundo que no había sentido cuando veía. Se volvió mejor profesor, más fluido en su discurso, más lúcido, su escritura más segura y profunda, y con más confianza en sí mismo. Puso así en libre juego su imaginación para reconstruir el mundo perdido.
Su caso recuerda la elegancia humana de Jorge Luis Borges. Nunca lamentó haber perdido la vista. No cultivó ningún resentimiento. No se malquistó con Dios. Si no hubiera sido por la ceguera, decía, nunca se hubiera puesto a aprender idiomas antiguos.