lunes, marzo 14, 2011
Política y moral
por Eduardo Clavé
Conocí a Federico Campbell un fin de semana de 1976 en Valle de Bravo. Nos había invitado una amiga de mi novia. Hablamos, naturalmente, de literatura. Me recomendó la excelente novela de Doctorow, Ragtime, que leí de inmediato. Hablamos de los espías británicos Burgess, McLean, y desde luego de Kim Philby, un tema que hasta hoy nos quita el tiempo y del que Federico y yo hemos leído casi todo lo que se ha escrito.
Además de sus sugerencias literarias recuerdo muy bien su mirada curiosa de escritor, puesta de manera casi inquisitiva en mí y en mi novia; puedo jurar que nos veía como el ejemplo de los “niños bien” para una posible novela sociológica.
Unos días después de aquel fin de semana me dijo a solas, en una especie de pregunta-afirmación:
—Oye, tu novia es muy burguesa, ¿verdad?
Por supuesto me llamó la atención la frase porque en esa época en la UNAM, donde yo estudiaba periodismo, todos debíamos ser marxistas, y ser burgués era la antesala del Gulag universitario.
Federico dirigía por esos años con mucho éxito Mundo Médico, a la que había convertido en una revista de intereses muy variados y de gran calidad.
Me ofreció publicar ahí un artículo. Cuando se lo llevé Federico lo leyó de un tirón, y me dijo:
—Está bien. Sólo que la palabra “imagen” no lleva acento.
En realidad me gusta esa forma directa y a veces brusca de Federico de decir las cosas por su nombre. Pero poco a poco fui conociendo al Campbell que más me gusta: el hombre preocupado por la suerte de los demás, conmovido por el dolor ajeno y por la injusticia.
Nos vimos algunas veces después en su casa. Yo admiraba la cantidad y calidad de los libros que tenía. Desde entonces y hasta ahora recibí de Federico generosas recomendaciones sobre temas y títulos que yo nunca hubiera conocido. Además nos interesaban muchos asuntos en común: la historia, las novelas que tenían una clara referencia a la realidad política y, desde luego, Leonardo Sciascia, uno de sus autores favoritos y sobre el cual Federico escribió un libro indispensable. Para mí la política era una pasión y no un dolor, como lo es hoy. Pero ya para entonces a Campbell le dolía esa parte descarnada, esa parte inhumana e injusta que tiene el ejercicio del poder.
Aquel fin de semana en Valle de Bravo surgió en la conversación un tema que le preocupaba: el tratamiento que todavía en ese tiempo se aplicaba en México a los internados en hospitales siquiátricos: los electroshocks como terapia y la lobotomía como “solución final”. Su preocupación era sobre la parte humana del tema, no sólo su aspecto clínico, aunque de la parte médica y neurológica sabe y sabía ya un mundo. A mis irresponsables y soberbios 23 años esa preocupación y ese dolor no me tocaban. Pero es cierto que quedé impresionado no sólo por el tema sino por la verdad de la preocupación de Federico.
Me fui de México algunos años y al volver conocí a Arturo Cantú, amigo también de Campbell, y eso nos volvió a unir.
Arturo Cantú fue también una especie de guía en muchos sentidos. Su enorme timidez social era sólo superada por su cultura, adquirida de manera metódica y profunda. Cantú nos juntó a David Huerta, a Federico Campbell y a mí, hasta hacer un cuarteto que envidiarían los mosqueteros de Dumas.
Federico se fue a la revista Proceso. Yo al servicio público y luego al mundo editorial. Las novelas policiacas y los espías seguían quitándonos el tiempo. Pero la historia y la política permanecieron como asuntos fundamentales de nuestra preocupación.
Los últimos 30 años de México son, me parece, la historia del desarrollo del cinismo como elemento básico del poder. La impunidad no es más que un reflejo de ese cinismo creciente de los políticos mexicanos.
A mediados de la década de los 80, Grijalbo publicó una edición de las memorias del cacique potosino Gonzalo N. Santos, el Alazán Tostado. El libro tuvo un éxito rotundo sobre todo entre la clase política. Lo que más gustó de esas voluminosas memorias de un cacique corrupto y orgulloso de ser asesino, fue una frase de Santos que se volvió aforismo: "Moral es un árbol que da moras, o vale para una chingada".
A lo largo de los años siguientes, la frase corrió con una suerte demasiado sospechosa. Hasta que se convirtió en un axioma repetido por los políticos y tecnócratas como materia de fe. La política —pensaban ya entonces y ahora— no tiene que ver con la moral. Muchos periodistas y columnistas empezaron también a citar la frase y a hacer de ella su propio emblema. La moral en la política —suponen— es para los ingenuos, para quienes producen ternura, como me dijo una vez, presumiendo de su falta de moral, el Jefe Diego.
En todos estos años he visto caer vencidos ante lo que significa esa frase del Alazán Tostado, no sólo a políticos sino a jóvenes analistas y académicos que intuyen que su quehacer no tiene sentido porque nadie les hace caso y que la moral en el México actual, en efecto, vale para una chingada.
En todos estos años he encontrado muy pocas excepciones, entre ellas, y de manera notable, alguien a quien no ha podido vencer el cinismo nacional: nuestro periodista, pensador y novelista Federico Campbell, que cada mañana lee la prensa, consulta un libro, le habla a un amigo sobre el tema del día o piensa qué pensaría Sciascia de la corrupción, del asesinato impune, del robo al erario, de la prepotencia e irresponsabilidad del servidor público, de los partidos sin principios, de la ostentación de los nuevos ricos con los negocios del gobierno.
Después se encierra una tarde y escribe su artículo semanal para la columna Máscara Negra en la revista Milenio o escribe un ensayo sobre el poder que es de una inteligencia y de una profundidad inusitadas en nuestro país.
Me refiero al tipo de ensayos reunidos en un libro suyo que todos los que quieran entender algo de cómo opera el poder deberían leer y releer: hablo del título La invención del poder, publicado en 1994 y recientemente reeditado y enriquecido.
De ese libro recuerdo un texto titulado, en latín, De cadaverum crematione. Leo sólo el primer párrafo:
Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
El texto se refiere a la quema de los votos de la elección de 1988, el 26 de diciembre de 1991. La cremación del cuerpo del delito, pues. La desaparición, bajo el fuego, de las pruebas del triunfo de Cárdenas sobre Salinas de Gortari. Los zorros, los que los quemaron, son los mismos personajes que hoy hacen política en los tres partidos que padecemos: Carlos Salinas de Gortari en el PRI, Diego Fernández de Cevallos en el PAN y Manuel Camacho Solís en el PRD.
Y entonces Campbell y yo vamos juntos a desayunar o a comer y después de un rato de platicar de la actualidad, es decir del árbol que da moras, casi de manera invariable me dice:
—Oye, Clavé, ¿tú crees que sirve de algo lo que escribo? —y después de un silencio apesadumbrado, agrega: —Oye, Clavé, ¿te has fijado que en México puedes denunciar todo y no pasa nada? Yo he dicho cosas en mis artículos que son muy graves y no pasa nada —como esperando que yo le responda que en efecto no sirve nada de nada y que todo vale una chingada. Pero no se lo digo porque pienso, como él, y tal vez gracias a él, que no hay que cejar ni darse por vencido; porque si la literatura y el periodismo no sirven para mejorar la vida y prevenir calamidades, entonces no sirven para nada.
Pero al día siguiente Federico vuelve a leer los periódicos, mexicanos y extranjeros, vuelve a consultar un libro de historia y uno de medicina o de cualquier tema que no sea ajeno a lo humano, y luego se encierra en su estudio y escribe un artículo importante o un ensayo profundo sobre la memoria o sobre el poder o sobre su padre o sobre la grandeza y la bajeza de la política.
Y mientras escribe, Campbell sabe que los zorros nos gobiernan. Que son muy astutos. Que son muy listos. Que son muy zorros.
Y sin embargo vuelve a darnos una Máscara Negra como si tuviera 20 años y creyera, como Sartre, que las novelas y los artículos pueden realmente cambiar el mundo.
O nos regala una novela donde no se pregunta por la cosa política sino por las cosas más importantes para los hombres, como los padres, o las hermanas, o la memoria, o la melancolía o la tristeza y sus sinrazones.
Y cuando manda su artículo, o su ensayo, o su libro a la imprenta, Federico no sabe lo mucho que lo admiro ni sabe que él es mi vacuna contra el cinismo nacional.
Porque Campbell no se ha rendido al legado de Gonzalo N. Santos, como lo han hecho sin vergüenza casi todos, en todos los partidos.
Porque Campbell es parte de esa reserva moral que yo creo existe en este país y que todavía puede salvarnos.
Pero también lo quiero porque me dice sin rodeos que “imagen” se escribe sin acento. Y Campbell y Huerta y Cantú y yo creemos que la ortografía es una de las cosas más importantes en la vida.
Conocí a Federico Campbell un fin de semana de 1976 en Valle de Bravo. Nos había invitado una amiga de mi novia. Hablamos, naturalmente, de literatura. Me recomendó la excelente novela de Doctorow, Ragtime, que leí de inmediato. Hablamos de los espías británicos Burgess, McLean, y desde luego de Kim Philby, un tema que hasta hoy nos quita el tiempo y del que Federico y yo hemos leído casi todo lo que se ha escrito.
Además de sus sugerencias literarias recuerdo muy bien su mirada curiosa de escritor, puesta de manera casi inquisitiva en mí y en mi novia; puedo jurar que nos veía como el ejemplo de los “niños bien” para una posible novela sociológica.
Unos días después de aquel fin de semana me dijo a solas, en una especie de pregunta-afirmación:
—Oye, tu novia es muy burguesa, ¿verdad?
Por supuesto me llamó la atención la frase porque en esa época en la UNAM, donde yo estudiaba periodismo, todos debíamos ser marxistas, y ser burgués era la antesala del Gulag universitario.
Federico dirigía por esos años con mucho éxito Mundo Médico, a la que había convertido en una revista de intereses muy variados y de gran calidad.
Me ofreció publicar ahí un artículo. Cuando se lo llevé Federico lo leyó de un tirón, y me dijo:
—Está bien. Sólo que la palabra “imagen” no lleva acento.
En realidad me gusta esa forma directa y a veces brusca de Federico de decir las cosas por su nombre. Pero poco a poco fui conociendo al Campbell que más me gusta: el hombre preocupado por la suerte de los demás, conmovido por el dolor ajeno y por la injusticia.
Nos vimos algunas veces después en su casa. Yo admiraba la cantidad y calidad de los libros que tenía. Desde entonces y hasta ahora recibí de Federico generosas recomendaciones sobre temas y títulos que yo nunca hubiera conocido. Además nos interesaban muchos asuntos en común: la historia, las novelas que tenían una clara referencia a la realidad política y, desde luego, Leonardo Sciascia, uno de sus autores favoritos y sobre el cual Federico escribió un libro indispensable. Para mí la política era una pasión y no un dolor, como lo es hoy. Pero ya para entonces a Campbell le dolía esa parte descarnada, esa parte inhumana e injusta que tiene el ejercicio del poder.
Aquel fin de semana en Valle de Bravo surgió en la conversación un tema que le preocupaba: el tratamiento que todavía en ese tiempo se aplicaba en México a los internados en hospitales siquiátricos: los electroshocks como terapia y la lobotomía como “solución final”. Su preocupación era sobre la parte humana del tema, no sólo su aspecto clínico, aunque de la parte médica y neurológica sabe y sabía ya un mundo. A mis irresponsables y soberbios 23 años esa preocupación y ese dolor no me tocaban. Pero es cierto que quedé impresionado no sólo por el tema sino por la verdad de la preocupación de Federico.
Me fui de México algunos años y al volver conocí a Arturo Cantú, amigo también de Campbell, y eso nos volvió a unir.
Arturo Cantú fue también una especie de guía en muchos sentidos. Su enorme timidez social era sólo superada por su cultura, adquirida de manera metódica y profunda. Cantú nos juntó a David Huerta, a Federico Campbell y a mí, hasta hacer un cuarteto que envidiarían los mosqueteros de Dumas.
Federico se fue a la revista Proceso. Yo al servicio público y luego al mundo editorial. Las novelas policiacas y los espías seguían quitándonos el tiempo. Pero la historia y la política permanecieron como asuntos fundamentales de nuestra preocupación.
Los últimos 30 años de México son, me parece, la historia del desarrollo del cinismo como elemento básico del poder. La impunidad no es más que un reflejo de ese cinismo creciente de los políticos mexicanos.
A mediados de la década de los 80, Grijalbo publicó una edición de las memorias del cacique potosino Gonzalo N. Santos, el Alazán Tostado. El libro tuvo un éxito rotundo sobre todo entre la clase política. Lo que más gustó de esas voluminosas memorias de un cacique corrupto y orgulloso de ser asesino, fue una frase de Santos que se volvió aforismo: "Moral es un árbol que da moras, o vale para una chingada".
A lo largo de los años siguientes, la frase corrió con una suerte demasiado sospechosa. Hasta que se convirtió en un axioma repetido por los políticos y tecnócratas como materia de fe. La política —pensaban ya entonces y ahora— no tiene que ver con la moral. Muchos periodistas y columnistas empezaron también a citar la frase y a hacer de ella su propio emblema. La moral en la política —suponen— es para los ingenuos, para quienes producen ternura, como me dijo una vez, presumiendo de su falta de moral, el Jefe Diego.
En todos estos años he visto caer vencidos ante lo que significa esa frase del Alazán Tostado, no sólo a políticos sino a jóvenes analistas y académicos que intuyen que su quehacer no tiene sentido porque nadie les hace caso y que la moral en el México actual, en efecto, vale para una chingada.
En todos estos años he encontrado muy pocas excepciones, entre ellas, y de manera notable, alguien a quien no ha podido vencer el cinismo nacional: nuestro periodista, pensador y novelista Federico Campbell, que cada mañana lee la prensa, consulta un libro, le habla a un amigo sobre el tema del día o piensa qué pensaría Sciascia de la corrupción, del asesinato impune, del robo al erario, de la prepotencia e irresponsabilidad del servidor público, de los partidos sin principios, de la ostentación de los nuevos ricos con los negocios del gobierno.
Después se encierra una tarde y escribe su artículo semanal para la columna Máscara Negra en la revista Milenio o escribe un ensayo sobre el poder que es de una inteligencia y de una profundidad inusitadas en nuestro país.
Me refiero al tipo de ensayos reunidos en un libro suyo que todos los que quieran entender algo de cómo opera el poder deberían leer y releer: hablo del título La invención del poder, publicado en 1994 y recientemente reeditado y enriquecido.
De ese libro recuerdo un texto titulado, en latín, De cadaverum crematione. Leo sólo el primer párrafo:
Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
El texto se refiere a la quema de los votos de la elección de 1988, el 26 de diciembre de 1991. La cremación del cuerpo del delito, pues. La desaparición, bajo el fuego, de las pruebas del triunfo de Cárdenas sobre Salinas de Gortari. Los zorros, los que los quemaron, son los mismos personajes que hoy hacen política en los tres partidos que padecemos: Carlos Salinas de Gortari en el PRI, Diego Fernández de Cevallos en el PAN y Manuel Camacho Solís en el PRD.
Y entonces Campbell y yo vamos juntos a desayunar o a comer y después de un rato de platicar de la actualidad, es decir del árbol que da moras, casi de manera invariable me dice:
—Oye, Clavé, ¿tú crees que sirve de algo lo que escribo? —y después de un silencio apesadumbrado, agrega: —Oye, Clavé, ¿te has fijado que en México puedes denunciar todo y no pasa nada? Yo he dicho cosas en mis artículos que son muy graves y no pasa nada —como esperando que yo le responda que en efecto no sirve nada de nada y que todo vale una chingada. Pero no se lo digo porque pienso, como él, y tal vez gracias a él, que no hay que cejar ni darse por vencido; porque si la literatura y el periodismo no sirven para mejorar la vida y prevenir calamidades, entonces no sirven para nada.
Pero al día siguiente Federico vuelve a leer los periódicos, mexicanos y extranjeros, vuelve a consultar un libro de historia y uno de medicina o de cualquier tema que no sea ajeno a lo humano, y luego se encierra en su estudio y escribe un artículo importante o un ensayo profundo sobre la memoria o sobre el poder o sobre su padre o sobre la grandeza y la bajeza de la política.
Y mientras escribe, Campbell sabe que los zorros nos gobiernan. Que son muy astutos. Que son muy listos. Que son muy zorros.
Y sin embargo vuelve a darnos una Máscara Negra como si tuviera 20 años y creyera, como Sartre, que las novelas y los artículos pueden realmente cambiar el mundo.
O nos regala una novela donde no se pregunta por la cosa política sino por las cosas más importantes para los hombres, como los padres, o las hermanas, o la memoria, o la melancolía o la tristeza y sus sinrazones.
Y cuando manda su artículo, o su ensayo, o su libro a la imprenta, Federico no sabe lo mucho que lo admiro ni sabe que él es mi vacuna contra el cinismo nacional.
Porque Campbell no se ha rendido al legado de Gonzalo N. Santos, como lo han hecho sin vergüenza casi todos, en todos los partidos.
Porque Campbell es parte de esa reserva moral que yo creo existe en este país y que todavía puede salvarnos.
Pero también lo quiero porque me dice sin rodeos que “imagen” se escribe sin acento. Y Campbell y Huerta y Cantú y yo creemos que la ortografía es una de las cosas más importantes en la vida.
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Muy buen Artìculo. Hoy en Valle de Bravo la sociedad civil empieza a despertar del letargo y se cocina un platillo contra las polìticas que gobiernan bajo la impunidad y el ecocidio. Saludos y espero vernos en breve. Cuauhtemoc Glez Oses
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