lunes, enero 31, 2011

 

Sciascia y Campbell en Racalmuto, Sicilia, 1985


 

Sciascia. Foto de Ferdinando Scianna


 

Vueltas al Sol

Cada año la nave espacial Tierra le da vuelta al Sol. Luego entonces yo, uno de sus pasajeros, le he dado sesenta y nueve veces la vuelta al sol.
La ideas de que el planeta de los siete mil millones de terrícolas es una nave espacial se la debemos a Buckminster Fuller, el inventor de la estructura geodésica. Queremos con ello explorar la idea de que lo único real son esas vueltas al sol y el envejecimiento, porque resulta una falacia hablar de tiempo real, como suelen decir los cineastas respecto a ciertas tomas cinematográficas.
El cine también, y la novela por otro lado, juega con una idea manipulada —o convencional— del inexistente tiempo. Así lo hizo Andy Warhol en su película Empire, por ejemplo: un par de horas con la cámara fija en Empire State en Nueva York. A lo largo de dos horas lo único que se ve es el eréctil edificio que quiere clavarse en el cielo, como una fotografía fija. Y aquí está la irreverencia de Warhol en relación al principio de que el cine es imagen en movimiento. Por eso cuando Bill Maher titula su programa televisivo Real Time (tiempo real) está valiéndose de un acuerdo muy establecido entre los hombres: una convención como tantas otras, porque si no hay tiempo tampoco puede haber tiempo real.
Muchos filósofos han escrito que el tiempo no existe, que es una simple ilusión, semejante al número, semejante al cero. Días y noches, movimientos de rotación, de traslación, las estaciones y los años, son una invención de la mente humana.
Para Juan Marsé el envejecimiento —la única prueba, tal vez, de la existencia del tiempo— es una masacre. Para Felipe Ehrenberg la vejez es bellísima, una transición hermosa, de la nada a la nada, de la cuna a la tumba, pues se ha liberado uno del deseo y de la competencia, y de los otros que nunca más serán un infierno. Pero más que nada el envejecimiento es una ruleta rusa. Van cayendo a uno u otro lado los amigos, los camaradas, los parientes, los desconocidos también, como si todos estuviéramos en una trinchera en uno de los momentos más álgidos de la primera guerra mundial.
“Voy a mi pueblo y no encuentro a nadie en las calles. No doy con mis amigos. La mayoría está en el cementerio y por allí me paseo”, decía Gesualdo Bufalino, el novelista siciliano autor de Perorata del apestado.
Hay que haber rebasado la frontera de los sesenta años para empezar a darse cuenta de los cambios en el uso de las palabras que de generación en generación van cambiando de matiz en su significado. Porque sabe el que tiene ya más de sesenta años que en toda sociedad se hablan tres lenguas: la de los jóvenes, la de los de mediana edad, y la de los viejos. Pero esto sólo se puede apreciar si uno ya le ha dado la vuelta al sol más de sesenta veces. De otra manera no hay modo de comparar.
Los jóvenes (y también algunos de la mediana edad) dicen y escriben iniciar en lugar de empezar, como antaño. Dicen buen día y no buenos días. Dicen café espresso y no, como sus padres, café expréss. Dicen que tenga un buen día (have a good day) y no que le vaya bien. Dicen mi nombre es Fulano de Tal y no, como los viejos, me llamo Fulano de Tal. La tendencia es imitar el inglés.
Dicen este día y no, como sus antecesores, hoy.
En el nuevo español estadounidense que se disemina en México la frase Hoy empiezan las clases ha evolucionado, gracias a los mass media, hasta construirse como Este día inician las clases. Ya no se dirá me enamoré. Habrá que decir caí en amor.
Dicen los hablantes de la nueva generación: No estamos haciendo las preguntas correctas, y no como sus padres o abuelos: No nos estamos dando a entender.
Fernando Savater recomienda el libro de Jean Améry, Revuelta y resignación, como lo mejor que se ha escrito sobre la experiencia de envejecer. Y lo cita: “El ser humano que envejece, cuyas realizaciones ya han sido contabilizadas y sopesadas, está condenado. Ha perdido, aunque haya ganado, quiero decir: aunque su ser social, que agota su conciencia, se contabilice como un gran valor de mercado.” Jean-Paul Sartre, por ejemplo, a los noventa años y en una sala de conferencias. “¿Quién es ese viejito? Es muy interesante, pero es eso: un viejo”
Y antes está el clásico ensayo de Cicerón, De senectute, una apología de la vejez. Utiliza a Catón el Viejo como portavoz. Después, en el siglo XX, uno de los textos más lúcidos sobre el tema de la edad provecta es otro libro titulado como el de Cicerón: De senectute, de Norberto Bobbio.
Por lo demás, lo único malo de la nave espacial Tierra es que no tiene un manual de instrucciones de vuelo. Y no hay que olvidar que lleva siete mil millones de pasajeros, uno de los cuales es usted, lector.

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Addenda:
El año sidéreo o año sideral es el tiempo que transcurre entre dos pasos consecutivos de la Tierra por un mismo punto de su órbita, según se lee en Wikipedia, tomando a las estrellas como referencia. Su duración equivale a 366 días siderales o a 365 días solares. No sé si es lo mismo el “año trópico”, pero ésa es otra historia.

sábado, enero 29, 2011

 

El caso Moro

Para Archibaldo Burns,
en memoria


Me he puesto a leer de nuevo y en una nueva traducción de Juan Manuel Salmerón El caso Moro, de Leonardo Sciascia, que acaba de imprimir en México la editorial Tusquets de Beatriz de Moura. Es conmovedor cómo el paso del tiempo hace de un libro otro libro, una comprobación más de lo que decía Borges: que un libro es como el río de Heráclito. Nunca se baña uno dos veces en el caudal de la misma prosa.
A Sciascia este libro se lo encargó una editorial francesa todavía en 1978, año en el que Aldo Moro, presidente del Consejo Nacional de la Democracia Cristiana, fue secuestrado y asesinado en Roma —entre el 16 de marzo y el 13 de mayo— por un grupo de extrema izquierda, las Brigadas Rojas.
Los personajes del poder que sobresalen en esta historia y a quienes por omisión se debe la muerte de Moro, según la hipótesis de Sciascia, son Giulio Andreotti (primer ministro de Italia), Francesco Cossiga (ministro del Interior), el papa Paulo VI y Enrico Belinguer (secretario del Partido Comunista italiano). No lo dice explícitamente Sciascia, pero lo argumenta de manera implícita: los gobernantes del mismo partido de Moro, el de la Democracia Cristiana, el Papa y el jefe de los comunistas italianos, de manera pasiva dejan morir a Moro, dejan que lo ejecuten las Brigadas Rojas alegando que el Estado italiano no podía negociar con la delincuencia sin crear un precedente tan peligroso como inaceptable.
Eso no era cierto, dice Sciascia: en más de una ocasión el Estado italiano había negociado con terroristas árabes y, de manera permanente, con la mafia siciliana. De pronto a los políticos —a esos políticos— les da por invocar la pureza del Estado.
El problema —para el Vaticano, para Estados Unidos, para Europa, para los “demócratas cristianos” italianos— era el proyecto político que Moro se traía entre manos: el compromiso histórico.
¿En qué consistía?
Consistía en compartir el poder con la izquierda porque el Partido de la Democracia Cristiana llevaba décadas predominando en el Parlamento y la Presidencia de Italia, de tal manera que empezaba a perder eso que —intangible, pero real— se llama legitimidad. Un poco semejante a lo que sintieron Jesús Reyes Heroles y José López Portillo cuando, incómodos por la percepción de ilegitimidad por lo fraudes electorales del PRI, por la casi inexistente representación de otros partidos en el Congreso, inventaron a los llamados diputados plurinominales que ya no tienen, ahora, ninguna razón de ser.
La idea de Moro, pues, era que los dirigentes del Partido Comunista Italiano ocuparan varias carteras del gabinete, pero eso no podía gustarles ni al Vaticano ni a Washington, ni a los hampones de la política como el inefable Giulio Andreotti (a quien se le acusó después de tratar con la mafia). Por eso decidieron no hacer nada para que, no haciendo nada, los brigadistas le encajaran algunos balazos. Y por ahí está la sospecha de que tal vez en todo el desaguisado intervinieron los servicios secretos estadounidenses. Y en esta polla también estaban, como expone Sciascia en El caso Moro, el Papa Paulo VI y el secretario del Partido Comunista.
Hace treinta y tres años que el cadáver de Moro fue colocado simbólicamente en una callejón que se recorre entre el edificio de la Democracia Cristiana y el del Partido Comunista Italiano. Pero ése no es el único signo literario del drama. Están además las más de cincuenta cartas que Moro escribió y envió desde la “cárcel del pueblo”.
El hombre de letras, el escritor, el especialista en encontrar conexiones entre las palabras y las cosas, el novelista Leonardo Sciascia no construye un alegato judicial ni un examen criminológico. Redacta un ensayo literario y hace un análisis de contenido y de forma y explica cómo fue descifrando cada una de las frases de Moro.
Nunca le había simpatizado Moro a Sciascia. Más bien desconfiaba del político sureño (meridionale, de la Puglia) y católico. Pero reducido ya a la ansiedad del cautiverio le despertó una gran compasión, en el mejor sentido de la palabra, y se interesó en el caso sobre todo cuando Andreotti estableció que “Moro ya no es el mismo”. Allí es cuando entra Pirandello, pensó Sciascia: la identidad se le cambia el personaje que “ya es otro”.
La edición de Tusquets trae de pilón el informe de la Comisión de Minoría del Parlamento italiano sobre el caso Moro que redactó el diputado Leonardo Sciascia.



* * *

Se puede ampliar el tema en La memoria de Sciascia cuyo autor es el mismo de esta hora, publicado por el Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular número
249, en 2004. O bien en la red:
http://nanasciascia.blogspot.com/

lunes, enero 17, 2011

 

Ver con los ojos del alma

Por lo menos desde 2003 Oliver Sacks ha venido pensando en las implicaciones neurofisiológicas de la ceguera. No es lo mismo venir al mundo ciego que perder la vista en un cierto tramo de la vida.
Sin embargo, hay una diferencia muy importante entre quien de pronto pierde la vista y quien entra al mundo sin interrupción entre las tinieblas del vientre materno y las tinieblas del exterior cuando, por paradójico que parezca, la madre lo da a luz.
La ceguera congénita nunca deja de ser una desventaja puesto que el invidente no tiene los puntos de referencia con que cuenta alguien que sí conoció la realidad iluminada, así haya sido por poco tiempo.
De estas cuestiones trata el más reciente libro de Oliver Sacks, El ojo de la mente, que muy pronto colocará en las librerías la editorial Anagrama. Una vez más el escritor neurofisiólogo de origen inglés pero de residencia en Estados Unidos desde los años 60 (tiene su consultorio en el Greenwich Village de Nueva York) se concentra en uno de los sentidos: la vista. Ya antes se ocupó de manera muy original del oído y dedicó Veo una voz al universo de la sordera. No parece que vaya a seguir examinando los otros sentidos que, como escribe Vicente Alfonso, son los instrumentos que nos sirven para sostener una relación con lo que nos rodea. Los sentidos alimentan la memoria pero también la conciencia; sirven, en primera instancia, para que el individuo dotado de una cerebro se haga una composición de lugar en el mundo en el que está parado. Lo que se proponen los jesuitas en los ejercicios espirituales es, como indicaba Ignacio de Loyola, ver con los ojos del alma. Y allí está , en la oscuridad de los ojos cerrados, el despegue de la imaginación que también eleva a los actores en sus ensayos de improvisaciónn.
“Nuestra cárcel es el mundo de la vista”, dice Platón, citado por Alfonso, pues esa cárcel es al mismo tiempo el único puente entre nosotros y el mundo.
Ya nos lo había explicado el neurofísiólogo del Instituto de Fisiología Celular de la UNAM Ranulfo Romo Trujillo (que acaba de ser aceptado como miembro de El Colegio Nacional y a quien la Academia Sueca el año pasado tuvo en consideración para el premio Nobel de ciencia) cuando nos dice que “se ve con el cerebro” porque lo que pasa a través de la retina se recompone hacia el interior del cráneo en una suerte interesantísima de bioquímica óptica.
En The mind’s Eye, Oliver Sacks se refiere a las experiencias que han tenido algunos ciegos como John Hull. Cuando perdió totalmente la vista a los 35 años Hull, el autor de Tocar la roca, empezó a sentir que sus otros sentidos se volvían más sensibles. No se le acabó el mundo. Por el contrario, llegó a vivir la ceguera como un don (igual que Borges). Empezó valorar de otra manera el sonido de la lluvia y a darse cuenta de cómo la lluvia le iba diciendo en dónde se encontraba él y le establecía el contorno de las cosas pues una era la lluvia que caía en el pasto y otra la que caía sobre las losas o sobre tierra, lo cual le daba una ubicación y una nueva perspectiva. Llegó conocer un sentimiento de mayor intimidad con la naturaleza, una mayor intensidad en su estar en el mundo que no había sentido cuando veía. Se volvió mejor profesor, más fluido en su discurso, más lúcido, su escritura más segura y profunda, y con más confianza en sí mismo. Puso así en libre juego su imaginación para reconstruir el mundo perdido.
Su caso recuerda la elegancia humana de Jorge Luis Borges. Nunca lamentó haber perdido la vista. No cultivó ningún resentimiento. No se malquistó con Dios. Si no hubiera sido por la ceguera, decía, nunca se hubiera puesto a aprender idiomas antiguos.

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